Our advertising program is essential to the ecology of our publication. Ad fees go directly to paying writers, which we do according to W.A.G.E. standards.
We are currently printing runs of 6,000 every three months. Our publication is distributed locally through galleries and art related businesses, providing a direct outlet to reaching a specific demographic with art related interests and concerns.
To advertise or for more information on rates, deadlines, and production specifications, please contact us at ads@contemporaryartreview.la
Una mañana de enero de este año, desde la cama, con el brillo del móvil atenuado mientras mis ojos se aclimataban a la luz, leí el impresionante ensayo de la crítica Lucy Sante para Vanity Fair, “On Becoming Lucy Sante”. En él, Sante, que salió del clóset como transgénero en 2021 a los 67 años, recuerda cuando descubrió el filtro de cambio de género de FaceApp en el móvil, a través del cual pasó a ver “todas las imágenes de mí misma que poseía, a partir de los 12 años aproximadamente”. Escribe: “El efecto fue sísmico. Ahora podía ver, ante mí, en la pantalla, el panorama de mi vida como chica, desde la preadolescente risueña hasta la matrona del año pasado”1.
Aunque es solo una pequeña parte del valiente y elegante texto, he vuelto a este pasaje en muchas ocasiones. Abrió algo dentro de mí. Por su diseño, programas como FaceApp propagan una imagen de la belleza imposible y plana, heteropatriarcal, e imaginar su uso para fines bastante opuestos me pareció revelador. También fue un profundo recordatorio de las formas en que nuestras experiencias digitales están inextricablemente entrelazadas, y no de forma secundaria, con nuestras vidas reales. La experiencia de Sante insiste en la capacidad de la fotografía para hacer cosas, para influir en nuestros espíritus y cuerpos en el mundo físico, una valiosa posibilidad dada la naturaleza insidiosa de los espacios en línea en los que nuestras imágenes viven cada vez más.
§
La videoinstalación de 6 canales Glass Life [Vida de cristal] (2021) de Sara Cwynar, la pieza central de su primera exposición en Los Angeles, que se clausuró en el ICA LA en mayo, subraya la idea de que las fotografías e imágenes filtradas, pixeladas, reutilizadas y reproducidas que hacemos —y que conforman nuestros mundos digitales— desempeñan un papel significativo en nuestras vidas incluso cuando se transmiten a través de contenedores corporativos malintencionados. Instalada en una galería con alfombra azul y bancos duros con forma curva, la obra, seria y envolvente, de 19 minutos de duración, se vale de un coro caótico de imágenes que se desplazan, videoclips, avatares generados por computadoras que nadan y una densa voz en off de carácter ensayístico para explorar la forma en que la belleza, el poder, la identidad y el capital se manifiestan en nuestra cultura contemporánea de la imagen. Mientras que muchos esfuerzos fotográficos se inclinan por caracterizar el espacio digital como artificial o plano, Glass Life imagina que las imágenes que componen gran parte de nuestra experiencia digital están texturizadas, replanteando la forma en que reflexionamos sobre su notable impacto en nuestros cuerpos y vidas.
En la creación de Glass Life, Cwynar trasladó al mundo físico imágenes y fotografías obtenidas con medios digitales, imprimiéndolas y organizándolas en su estudio antes de animarlas frente a la cámara. Los recortes impresos, extraídos en gran medida de libros, redes sociales, comercio electrónico y sitios de noticias, se colocaron sobre papel cuadriculado situado entre capas de vidrio con el fin de crear una sensación de distancia física entre ellos. En la instalación, el flujo de imágenes desconectadas entra en bucle, se rebobina y cambia de ritmo (de rápido a más rápido) atravesando la pantalla central más grande, mientras que otras dos más pequeñas situadas a ambos lados retardan y amplían ciertos momentos. Mientras tanto, un narrador masculino lee un texto de búsqueda y referencia que se extiende a lo largo de todo el filme (comienza de forma didáctica, con la frase “De Walter B. a Kim K…”; pero lo que sigue es mucho más indefinido). Muchas de las imágenes son identificables, o al menos familiares, ya que contienen logotipos, gente famosa y personajes protegidos por derechos de autor. Pero todas ellas se deslizan fuera de la pantalla con una rapidez que no permite que sean realmente legibles. Entre la rápida secuencia de imágenes se encuentran manzanas brillantes y la primera iteración del arcoíris del logotipo de Apple; el emoji de la cara de cerdo; una radiografía de tórax; el personaje de Pinocho de Disney; imágenes de video particulares provenientes de una protesta por la justicia racial, los restos de la venta de liquidación de Barneys New York y una exposición en la Galleria Borghese de Roma; grabaciones de pantalla de la exagerada tienda de moda SSENSE; viejos anuncios kitsch; y un retrato adornado con confeti de la treintena de líderes mundiales presentes en la cumbre del G20 de 2019, incluidos Trump, Putin y el príncipe heredero saudí.
Este enfoque de collage en movimiento es una visualización adecuada de lo que es estar conectado, cuando las imágenes de nuestra vida íntima y cotidiana se enfrentan a los memes, las fotografías de guerra y los selfies con filtros de los influencers que pregonan la venta de productos con descuento. Al dotar de un carácter físico, aunque sea temporal, a este tipo de imágenes que vemos casi exclusivamente en la pantalla, Cwynar insiste en su integridad subrayando las marcas particulares que poseen y que nuestros ojos suelen pasar por alto, al interpretarlas únicamente como funciones de las aplicaciones y los programas en los que interactuamos con ellas y no como componentes relevantes de las propias imágenes. Pero a lo largo de todo el filme estos detalles periféricos están permitidos, y son importantes a la hora de entender las imágenes. Las imágenes se enmarcan en ventanas del navegador, feeds de Instagram y álbumes del iPhone. Se convierten en miniaturas y avatares o se amplían más allá de la profundidad de sus píxeles. Algunas están parcialmente cubiertas por la marca de agua de Getty Images, el logotipo rojo de “play” de Youtube o las unidades de medida de color fucsia que aparecen temporalmente cuando se desplaza una imagen en Photoshop. Estas marcas claramente digitales se mezclan con otras analógicas, cuyas texturas (el patrón de puntos característico en las impresiones de medios tonos, las hojas de contacto, el polvo, la degradación, la edad) se han acentuado aun más al reproducirse digitalmente. El espacio digital, y en particular Internet, ha sido descrito durante mucho tiempo como un espacio que aplana su contenido, negando el sentido de la distancia, el tiempo y los matices. Pero incluso cuando presenta las imágenes digitales —(a menudo) desprovistas de su contexto original— con rapidez y exceso, Glass Life refuerza su carácter de objeto de tal manera que no se colapsan ni se funden. Todas sus superficies están cargadas de información e impacto.
Muchas de las imágenes que se incluyen son absurdas e inquietantes, no por su aspecto, sino por su contexto. (Fue en la pantalla de mi casa, viéndolas a través de un enlace de visionado en el que podía pausar y rebobinar, cuando pude empezar a desentrañarlas). El príncipe heredero saudí sonríe, de pie, en el centro de la foto del G20, tomada apenas unos meses después del brutal asesinato del periodista Jamal Khashoggi a manos del gobierno saudí. La radiografía de tórax pertenece a Marilyn Monroe y formaba parte de un lote de tres que se subastó por 45 000 dólares, hasta las entrañas de su cuerpo a disposición del consumo público2. Entrever estas imágenes mientras estás sentado, rodeado de pantallas, hace que el efecto sobre-estimulante del ámbito digital —en el que siempre te estás perdiendo algo— sea palpable en el cuerpo. Las fotografías, al igual que los espacios digitales que habitamos, pueden ocultar sistemas de poder. En lugar de invocar falsas metáforas de la planitud como medio para reducir o resistir esos poderes, Cwynar los dispone en capas y los despliega. Pero es sobre todo el contenido de la poética voz en off lo que otorga a la obra su espíritu crítico. De manera acertada, Glass Life toma su título y enfoque del apremiante libro de Shoshana Zuboff publicado en 2019, The Age of Surveillance Capitalism [La era del capitalismo de la vigilancia], que utiliza el término para describir la amplia degradación de la privacidad en la era digital: nuestras vidas, y nuestras imágenes, vendidas como datos que se utilizan (en el mejor de los casos) para volver a vendernos más cosas. “Cada búsqueda casual, cada like y cada clic fue reclamado como un activo”, declara el narrador de Cwynar, con una voz a la vez autoritaria, enciclopédica y tranquilizadora: “no nos importa”3.
Incluso cuando expone y señala la insidia de nuestras experiencias en línea, Glass Life logra un nivel de matización que muchos trabajos sobre Internet tienden a dejar de lado, al preguntarse cómo nos ubicamos y qué significa representarnos a nosotros mismos en estos espacios tenues, reventados y estrechos, especialmente cuando todos los aspectos de una vida vivida en línea son cosechados y explotados por intereses corporativos. “¿Cómo sabes cuál es tu talla? / En la vida de cristal”, pregunta el narrador, “¿O cuánto espacio debes ocupar?”4. Aquí y en otras partes de la narración se puede oír la voz de Cwynar, que emiten altavoces individuales situados cerca del fondo de la sala, donde tres pantallas más pequeñas presentan cada una una versión del mismo personaje de IA con fallos y de aspecto cansado. Ataviados con trajes de baño y gorras, los robots que componen el público repiten las partes del guion de Cwynar, que resuenan y se funden con la voz del narrador masculino en una especie de zumbido ininteligible. Al cabo de un rato, también el incesante flujo de imágenes es como un zumbido. Los nadadores cierran los ojos y se mecen.
Cwynar se inserta en medio de este alud de imágenes. Así, más allá de su voz, también está presente visualmente, apareciendo en numerosas ocasiones a lo largo de todo el filme: colgando impresos en la pared de su estudio; posando ante una pantalla verde; pasando la mano por una colección de imágenes impresas y extraños objetos de plástico colocados sobre una mesa. Quizás lo más íntimo que hay incluido del álbum de fotos de su iPad, al que somete a un rápido barrido, deslizando sus dedos corazón e índice sobre las imágenes. Abarcan casi un año. Las instantáneas personales de las calles del barrio, en su estudio, probándose lo que parece un vestido de novia pasan a toda velocidad y se mezclan con las capturas de pantalla5. Un titular del New York Times dice: “Están pasando demasiadas cosas”. Mirar parece invasivo, pero la revelación de esos archivos privados, del tipo que todos acumulamos y de los que raramente damos cuenta, parece rechazar la participación directa en una economía de la imagen que funciona haciendo que nuestras vidas parezcan diferentes o mejores o pulcras y digeribles. En contraste con las imágenes publicitarias altamente producidas que aparecen en casi todos los sitios web o los cuidados carruseles de las redes sociales, Cwynar ofrece un desorden de imágenes: el álbum completo. Se sitúa en una posición vulnerable al ocupar un espacio dentro de los mismos sistemas que critica, sugiriendo que todavía existe una razón válida para hacerlo. Su cuerpo y sus fotografías personales sirven como apoderados de todos los que recibimos, contribuimos y nos vemos afectados en la vida real por las imágenes que encontramos y generamos a través de las pantallas.
§
Representar las complejidades de la vida digital es una tarea difícil para la fotografía —casi imposible para la fotografía “directa”— porque los espacios digitales no son, por definición, fácilmente fotografiables. En este sentido, muchos proyectos fotográficos se limitan a la superficie de estos espacios digitales y, por tanto, critican nuestra preocupación ante la tecnología con el consiguiente coste de la experiencia “real”, hacer tareas que no requieren mayor esfuerzo. Algunas de las primeras respuestas fotográficas al inicio de la era digital ilustran la ubicuidad de las pantallas en los espacios públicos y privados. Muchas de las fotografías del libro de Martin Parr sobre el turismo mundial, publicado por primera vez en 1996 y titulado Small World6, muestran a viajeros tomando fotografías en lugares de interés cultural: iPhones, cámaras automáticas y palos de selfie aparecen en manos alzadas ante las estatuas del Vaticano, la Mona Lisa y otros monumentos populares. La magnífica serie de larga exposición en blanco y negro de Matthew Pillsbury, Screen Lives [Vidas de pantalla] (2002–en curso), está compuesta por fotografías iluminadas únicamente por la presencia de pantallas brillantes. En ambos casos, los sujetos fotográficos se muestran casi siempre distraídos y desconectados, con la atención puesta en sus dispositivos en lugar de en el mundo que les rodea. Parecen perderse la experiencia “real” de mirar por documentar obsesivamente; las pantallas les absorben incluso en sus momentos más íntimos. Aunque también son bellas y divertidas, estas fotografías son críticas con sus sujetos, ya que presentan los dispositivos digitales como meros portales a un reino vacío y artificial. Esta mirada crítica es justa; revela verdades incómodas. Pero estas fotografías muestran a la gente relacionándose con sus mundos digitales sin decir mucho en última instancia acerca de cómo es esa relación. Muchos proyectos de finales de la primera década del siglo XXI y principios de la segunda se centraron más en la fisicalidad del ámbito digital, intentando retratarlo en maneras más autorreflexivas. Las fotografías de gran formato de Tabitha Soren mostrando imágenes en pantallas de iPad manchadas por huellas dactilares en Surface Tension [Tensión de la superficie] (2013–21) analizan cómo interactuamos con imágenes intocables. En su ambientalmente estresante instalación 24HRS in Photos [24 horas en fotografías] (2011), Erik Kessels llenó una galería de Ámsterdam con pequeñas impresiones de todas las imágenes subidas a Flickr en un solo día: las trescientas cincuenta mil fotografías se apilaban en las salas de la galería, colapsando su significado individual en una masa indiferenciada7. Y en Nostalgia (18.600) (2019–21), de David Horvitz, se proyectaron dieciocho mil seiscientas fotografías digitales personales del artista durante un minuto cada una para luego ser borradas en una especie de protesta por lo que se percibe como una pérdida de intención fotográfica. Muchos de estos proyectos son ingeniosos y convincentes por derecho propio. Con todo, cada uno de ellos parece representar el papel que juegan las imágenes digitales en nuestras vidas de forma un tanto reduccionista, centrándose más en la distancia y el distanciamiento de la fotografía que en lo que significa la proliferación del compromiso/enredo fotográfico o en el tipo de posibilidades que ofrece.
Las imágenes digitales, representadas en pantallas retroiluminadas a 72 puntos por pulgada dpi, han sido ampliamente malinterpretadas como planas y lisas porque existen y se desenvuelven en un espacio que ha sido igualmente imaginado como informe y porque se las compara con sus predecesoras o equivalentes analógicas8. Si bien Glass Life emplea en última instancia un medio bidimensional, Cwynar subvierte la naturaleza basada en la superficie del video para describir una vida digital que parece ya vivida: las imágenes de la película se eligen tan intencionadamente que incluso las que son apropiadas están imbuidas de un sentido de relevancia personal. De este modo, Cwynar hace uso de las imágenes para trazar un camino a través del espacio digital que es menos algorítmico que un registro de impacto, el peso masivo e incesante de las imágenes y la información en línea expresado a través de un cuerpo físico diferenciado. Ignoro lo que todavía es posible para la fotografía bajo las condiciones de la vida de cristal, pero, al describir los espacios digitales como vívidos, vastos y navegables, Cwynar sugiere que hay valía en nadar a través del torrente de imágenes, y por lo tanto también razones para proteger la independencia e integridad de los espacios en los que ahora habitan las fotografías. La fotografía siempre ha sido un medio maleable y transgresor en sus implicaciones e impacto sobre nuestros cuerpos, psiques y nociones de uno mismo, e incluso dentro de los inquietantes sistemas de nuestro resbaladizo e irresistible mundo digital, utilizarla al servicio de una auténtica búsqueda del yo frente a una multitud de imágenes e información nefasta ofrece posibilidades enriquecedoras y de resistencia.
Erin F. O’Leary es una escritora, editora y fotógrafa del Midwest y criada en Maine. Se graduó en el Bard College; vive en Los Angeles desde 2018. A través de la investigación, la crítica, la prosa y el ensayo personal, explora la fotografía a lo largo de las líneas artísticas y socioculturales —su trabajo se centra en no solo en estudiar el cómo se ven las imágenes, sino también en saber cómo se utiliza la cámara y lo que estas imágenes significan en, y para, nuestra cultura de la imagen contemporánea.
Este ensayo se publicó originalmente en Carla número 29.