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Puede que una de las cosas más horripilantemente astringentes que he tomado a lo largo de mi vida sea un pequeño vial de medicina china, con una pajita lo suficientemente fina y rígida como para perforar el lóbulo de una oreja. Como adolescente en Shanghai, creía que la medicina china era similar a la leche de vaca: ambas eran bebidas pútridas, prescritas por mi madre en pos de mi bienestar general, y tenían un cincuenta por ciento de posibilidades de acabar en el lavabo del cuarto de baño.
Aun así, en tan solo una semana de empezar con las normas de permanecer en la casa y el inicio de la pandemia, me encontré prescribiendo a mi pareja inmunocomprometida y asmática, de forma amateur, botellas de qingqi huatan pian (清气化痰片, “eliminador de flemas”) y tés reposados para los bronquios con maodanbai (毛蛋白, barbasco). No era yo el único individuo no blanco alejado de su país en volver, en medio de la pandemia, a las descartadas medicinas indígenas de mi juventud. De hecho, durante estos últimos meses de aislamiento, me he dado cuenta de la presencia de remedios curativos indígenas haciendo su aparición en diversos contextos artísticos, incluso en el interior del espacio de la galería comercial. François Ghebaly compartió la receta de Candice Lin, (“How to Make Calm-Lung Tincture” [“Cómo preparar una infusión para calmar los pulmones”], la cual incluye maodanbai, entre otras hierbas); la Commonwealth y el Council compartieron la receta de Julie Tolentino para preparar Jade Windscreen (Parabrisas de Jade); Edgar Fabián Friás y Yunuen Rhi dirigieron al público en vivo del Instagram del Price Art Museum a través de una meditación taoísta.
Con el inicio de la pandemia, Trump se inclinó hacia la centenaria tradición occidental de patologizar a China, marcando al Covid-19 como un “Virus Chino”1 y más adelante como la “Kung Flu”2 (juego de palabras entre el nombre del arte marcial kung-fu y la palabra inglesa para denominar a la gripe “flu”). Semejante demagogia racista avivó la discriminación y el acoso de carácter antiasiático a lo largo y ancho del oeste americano, apoyándose en la historia de la región de emplear tácticas proteccionistas, como son las leyes discriminatorias y la retórica xenófoba que caracterizó al “Peligro Amarillo” del siglo XIX. Aunque gran parte de esta historia se escribe empleando las narrativas dominantes, las descripciones euroamericanas de China que la siguieron persistieron en presentar al país como médicamente atrasado y de mala salud dentro del subconsciente contemporáneo occidental, con consecuencias duraderas. Por ejemplo, en el imaginario popular occidental del siglo XIX, China se hizo conocida como “el hombre enfermo de Asia”, el “hogar primigenio de la epidemia” y la “pestilencia”3. Puede que mi respuesta gutural al resurgimiento de la retórica antichina, con raíces en el racismo bacteriológico, fuese el buscar una “cura china” —una cura que se apoyase en las tradiciones sanadoras cercanas a mi lugar de nacimiento y se alejase de las declaraciones que convierten mi cuerpo en un chivo expiatorio de patógenos.
En medio de mi reconexión con la medicina china y una pandemia que nuestro actual presidente conecta despectivamente con las prácticas sanitarias chinas, yo quería profundizar en el reclamo de la medicina indígena en el arte y la cultura contemporánea al tiempo que me familiarizaba con la compleja historia de la medicina china. Resulta que la medicina china, como muchas otras cosas, es una historia de colonización, esencialismo y capitalismo occidental. Empleando el arte a modo de cauce, inicié una búsqueda de ejemplos en los que la medicina indígena era elevada, dentro de la cultura contemporánea, al estatus de instrumento para la reparación.
La receta para infusión de Candice Lin apareció en la página web y el Instagram de François Ghebaly a finales del mes de abril, ofreciendo un alivio para la ansiedad causada por la pandemia. “Cada vez que salgo de casa para ir a comprar comida o gasolina… Me asalta una extraña presión en el pecho y noto ansiedad cuando vuelvo a casa”, explica Lin en la introducción previa a la receta. Siendo honestos, la artista ha estado trabajando con hierbas medicinales y brujería desde bastante antes de la pandemia, a menudo dirigiendo la mirada a las historias de migración y legados del colonialismo a través del uso de las plantas. Por ejemplo, en su grabado Sycorax’s Collections (Happiness) (Colecciones de Sycorax [Felicidad]) (2011) representa a la exiliada bruja Sycorax de La tempestad de Shakespeare; su torso adornado con un collage de marcas de pintalabios en forma de sonrisas de mujeres blancas que cuelgan de saquitos con aspecto parecido a unos testículos.
Mientras nuestro país experimenta una doble lucha contra el patógeno y el racismo, con la Covid-19, que sigue creciendo junto a los levantamientos en pos de la justicia racial, el retorno de los artistas de BIPOC a la medicina indígena y las tradiciones ancestrales toma un carácter particularmente urgente. Lin relacionó el destierro de Sycorax por hacer uso de la magia con la lucha anticolonialista, diciendo a la KCET que las luchas como la de la Revolución haitiana fueron “impulsadas, en gran parte, a través del uso de plantas para envenenar el agua potable y la comida de los amos por parte de los esclavos”4. Explicaba que esta táctica “era una extensión del uso frecuente de plantas venenosas por parte de los esclavos con el fin de cometer suicidio, evitar la concepción, abortar (o la amenaza de) en unos intentos desesperados por hacer uso de los pequeños restos de control que todavía tenían sobre sus vidas y sus cuerpos”5. En nuestro momento actual, volver a conectar con estos aspectos nativos proporciona un camino para reclamar la autonomía física al racismo sistémico y sanar un trauma histórico.
En esta ocasión, me he visto atraída especialmente hacia artistas cuyas prácticas rechazan la balcanización del canon occidental de las disciplinas y se vinculan, claramente, a la medicina contemporánea y las artes curativas por igual. En la película de cuatro minutos de Julie Tolentino y Abigail Severance, evidence (evidencia) (2014), Tolentino aparece en cuclillas, desnuda, mientras el artista Stosh Fila (aka Pig Pen) coloca ventosas medicinales chinas en sus nalgas, al tiempo que suena una voz de fondo con la que Tolentino ofrece una lista con los nombres de personas queridas e influyentes colaboradores cuyo trabajo ha sido influido por la crisis del SIDA. El uso de ventosas como método en la medicina china es visiblemente lustral. (Históricamente, he portado la evidencia de este tratamiento públicamente, sin sentir bochorno minoritario). Al aplicarse con presión, cada ventosa deja una marca, que ofrece un portal tangible que los recuerdos corporales pueden atravesar.
Al igual que Lin, la obra de Tolentino en esta esfera no es nueva. La artista se ha introducido en un estudio de décadas sobre las hierbas chinas, el masaje corporal asiático, y modalidades de movimiento como medios para profundizar en su conocimiento de los cuidados y su defensa somática. Cuando la pregunté sobre la importancia del masaje corporal en su práctica, me contó que ella no está “pensando en una ‘curación’ que vaya de punto a punto, ni siquiera en un daño ‘reconocible’”, señalando su preocupación con la “forma en la que compartimos conocimientos de opresión y los intentos por dar un final a nuestras experiencias”. El padecimiento asociado con la melancolía racial suele ser un inmensurable dolor que no tiene un origen, cese, inicio o localización reconocible. Las únicas puertas que pueden ofrecer una conclusión apropiada están encarnadas y son somáticas.
Señalando las complejidades y la, a menudo, naturaleza contradictoria en sí misma de los intentos de las diásporas por recuperar la medicina minoritaria en occidente, el título de la reciente obra de Candice Lin, Minoritarian Medicine (2020) (Medicina minoritaria), invoca la noción de Gilles Deleuze y Félix Guattari de volverse minoritario: un proceso activo de desterritorialización con respecto de la mayoría y de resistencia frente a las normas predominantes y las estructuras de poder. En el armario de las medicinas de Lin, siete infusiones, en botellas con protección ante la luz UV de varios colores, se encuentran junto a una amalgama de objetos: cerámicas, “desinfectante para manos ecológico”, seta de cola de pavo y caña de azúcar. Las plantas de resistencia se encuentran junto a las plantas de colonización. El “desinfectante para manos ecológico” —un guiño muy de Los Angeles al momento actual— aparece junto a la caña de azúcar, una planta con profundas historias de colonización, esclavitud y trabajo forzoso en las plantaciones azucareras. Debajo hay una infusión etiquetada como “Ancestros”, en la que el principal ingrediente es Baby Blue Eyes, una planta annual nativa de California y Oregón, donde se crio Lin. Una referencia directa a la blancura, el nombre de la flor hace que surja la duda de cómo la proximidad a, y las estructuras de, lo blanco, hacen que sea aún más complicado o retrasan el proceso personal de volverse minoritario a través de la medicina.
En mi propio proceso de observar y formar parte en la reclamación de las tradiciones botánicas, se me recuerda que la hegemonía occidental tiende a contaminarlo todo. Al igual que con la mayoría de los medios de reclamación dentro de sistemas opresivos, la reclamación de prácticas medicinales indígenas no es inmune a los procesos de recolonización o apropiación. Muchas de las prácticas medicinales indígenas fueron exportadas selectivamente a la cultura europea. Lin explica que “el conocimiento era incorporado (cuando era médicamente útil o culinariamente delicioso) o eliminado a propósito”6. Como una de las primeras formas de tradición cultural en ser globalmente reformada por la modernidad euroamericana, la medicina es inherente al proyecto colonial. Por ejemplo, los médicos españoles del siglo XIX en las frágiles colonias de las Américas se apropiaron de remedios indígenas basados en el uso de plantas como el maguey, una planta de agave nativa, para preservar su salud y poder avanzar en sus esfuerzos coloniales”7.
En el occidente contemporáneo se sucedieron formas similares de explotación y recolonización. Los artistas BIPOC han convertido sus prácticas curativas indígenas en tokens de virtud como señal de importancia y progresismo neoliberal. (De manera similar, hemos visto a instituciones pertenecientes a blancos haciendo uso de declaraciones en las redes sociales y de donaciones a organizaciones de base a modo de maniobras publicitarias para llamar la atención sobre una representación de solidaridad). De forma gradual, y selectiva, la medicina oriental también se ha ido volviendo trendy e incorporándose en occidente, y quizá más asimilable para el consumo institucional. Los establecimientos locales de Los Angeles, como pueda ser Moon Juice, cogen hierbas medicinales provenientes de la antigua China como el huangqi (黄芪, astragalus) y le dan otro envoltorio, marcándolo como algo “vigorizante” y “embellecedor”, al tiempo que eliminan los orígenes, historias y usos tradicionales de estas medicinas.
Mientras tanto, en oriente, donde diversas medicinas indígenas orientales siguen siendo parte fundamental de la cultura contemporánea, los Estados nación se apropian de sus propias historias de la medicina. Al servicio del nacionalismo, el liderazgo chino, por ejemplo, ha promovido con fuerza, desde el inicio del estallido, la Medicina China Tradicional (MCT) como tratamiento para la Covid-19. Aunque se trata, también, de una consecuencia y una respuesta defensiva a la histórica construcción occidental, que crea un estereotipo patológico de la identidad China —la MCT es una versión mestiza, occidentalizada de las tradiciones herbolarias—. “Tradicional” simplemente aparece pegado al final de “Medicina China” en la traducción, y el término se refiere, oficialmente, a la práctica autorizada por el estado, posteriormente a 1949, de medicina china híbrida, la cual, por primera vez, integraba la biomedicina occidental8. Paradójicamente, en el momento en que “tradicional” fue acoplado a su identidad, la MCT comenzó a representar un sistema mucho más moderno que arcaico. Tomando prestadas las palabras del teórico literario chino Nan Z. Da: “Solo mediante el uso del lenguaje, el postcolonialismo se desliza hacia el colonialismo”9.
De esta manera, los Moon Juices de occidente adoptan de forma selectiva aspectos de la medicina china, sin saber que la MCT que creen conocer se encuentra ya muy lejos de sus raíces indígenas. La apropiación de la MCT por parte del Partido Comunista Chino ocurre, de forma primera y más importante, lingüísticamente y el aumento de la promoción de la MCT durante la Covid-19 no debería de suponer una sorpresa. Entonces ¿cómo puede recolonizar el lenguaje? Ayuda al país a legitimar la respuesta de sus poderes gobernantes a la crisis mediante una imagen falsificada de una herencia cultural fuerte, al tiempo que sigue defendiéndose de una duradera autopercepción de deficiencia.
Habiendo experimentado la explotación propagandística de la medicina china en la MCT por parte del PCC, y habiendo sido testigo de primera mano de la internalización y subsecuente incapacidad para criticar la retórica nacionalista china por parte de mis padres, me he visto condicionada a un matizado escepticismo de segunda generación que se cuestiona si los pueblos marginados y sus tradiciones ancestrales tendrán alguna vez un lugar asignado dentro de las instituciones y órganos corporativos, por no hablar de los Estados nación. Estoy demasiado familiarizada con los gestos teatrales que saturan la cultura china —demasiados guiones culturales son significantes sin peso—.
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En occidente, con el telón de fondo de la crisis viral y racista, a las instituciones artísticas y culturales inmersas en una dominante blancura se les está reclamando que refrenden las éticas antirracistas y decoloniales. Muchas se han quedado cortas, exponiendo la brecha entre las políticas que dices profesar y sus actuaciones. @ChangeTheMuseum apareció en Instagram a mediados de junio, compartiendo testimonios anónimos de trabajadores del mundo de la cultura describiendo un racismo incontrolado con el fin último de presionar a los museos de los EE. UU. “a ir más allá de proclamaciones de palabrería vacía”10. En un testimonio, una trabajadora del mundo cultural de origen asiático rememora una reunión cara a cara con un compañero de mayor antigüedad, quien “acortó la reunión para luego comentar que debía de haber ‘coronavirus por todo’ el portátil que estaba utilizando para tomar notas”11. Leo esto en medio de mi propia experiencia de intensa explotación por parte de una de las mayores instituciones públicas de arte en Canadá, la Vancuver Art Gallery (VAG). Había estado organizando un panel de seis artistas femeninas asiáticas en colaboración con la VGA y la Contemporary Calgary. La controversia local se desató cuando un hombre blanco fue nombrado CEO y director de la VGA, tan solo un día después de que Canadian Art publicase un artículo titulado “Una crisis de blancura en los museos de arte de Canadá” (“A Crisis of Whiteness in Canada’s Art Museums”). Con el destape del clamor local, tan solo 24 horas antes del panel corté lazos con la institución y lo reprogramé sin su participación. Dejar de trabajar con ellos fue una especie de reclamación ética. No quería que ni mi persona ni las panelistas fuésemos tomadas como símbolos como mujeres de color apoyando así a una institución que ha demostrado ser sorda a los urgentes llamamientos del levantamiento de BLM y las demandas de BIPOC de reconocimiento institucional.
El modo de actuar del VAG al promover y albergar el panel sin realmente importarles las artistas en dicho panel o su comunidad local es similar a la explotación de la MCT por parte del liderazgo chino. Timoneadas por guardianes blancos, temo que muchas de las instituciones del arte que se encuentran en este momento abriendo espacio para artistas BIPOC, métodos asistenciales y formas de arte no canónicas puedan estar llevando a cabo un gesto fácil y vacío para mantener una relevancia efímera. ¿Serán los artistas BIPOC y sus herramientas decoloniales cada vez más explotados (como le ha ocurrido a la MCT) en pos de un capital político-cultural? El comportamiento del VAG me provoca cierta comezón ante el uso de la infusión de Lin por parte de François Ghebaly, y me quedo preguntándome cómo el compartir la receta curativa de una mujer de color en Instagram puede verse traducido en un interés verdadero hacia las culturas minoritarias dentro de un espacio de galerías propiedad de blancos. ¿Cómo pueden las instituciones mostrar que valoran las tradiciones minoritarias (como la medicina indígena) más allá de lo que es aceptable para el mundo del arte occidental contemporáneo? Más allá de las donaciones, de representar a artistas BIPOC y albergar iniciativas lideradas por artistas BIPOC, se está pidiendo a las instituciones una mayor reflexión y que ofrezcan una atención significativa a las comunidades que sirven y representan. Cuando las instituciones blancas albergan o incorporan de forma teatral las reclamaciones de autonomía e historia ancestral de los artistas BIPOC sin mostrar una profunda atención y delicadeza, se trunca, invalida y drena el proceso original de la reclamación. Muchos de nosotros estamos sedientos de una mayor entropía, una mayor transgresión, otro portal de entrada. Más allá de sanar, de uno mismo, de la indigenidad, también se ha de reclamar la institución del arte.
Este ensayo se publicó originalmente en Carla issue 21.