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Lo primero que inmediatamente llamó mi atención desde el otro lado de la habitación fue un busto de cerámica con una tonalidad verde amarillenta de Simone Leigh. En equilibrio sobre un pedestal cilíndrico, en la Galería David Kordansky, la Figura (135Y-2) (todas las obras son de 2020) representa el pecho, el cuello y la cara de una mujer negra desconocida. Un suave arco de pelo forma una corona (o el aura de una deidad) sobre su cabeza. Una nariz y unos labios definidos descansan sobre un espacio de piel liso en el lugar donde deberían estar sus ojos. Los esbeltos brazos de la figura terminan abruptamente a la altura de sus codos, con un lado más truncado que el otro —esta fisura sugiere una ruptura temporal, como si fuera un vestigio arqueológico de otra época—. Las esculturas fragmentarias de Leigh de mujeres negras anónimas (de las que se ha dicho que al mismo tiempo reflejan y hablan directamente a las mujeres negras) señalan múltiples referencias desde una arquitectura funcional y de cerámicas vernáculas (en concreto, las jarras cerámicas con forma de rostros humanos, una tradición asociada con el esclavismo de afroamericanos en el siglo XIX) al minimalismo del siglo XX y la abstracción contemporánea. Al invocar sutilmente también a la escultura clásica —el falso parangón de una historia del arte centrada en la cultura blanca— al mismo tiempo que a todos estos marcos históricos, Leigh promueve una práctica crítica del arte que une diversas referencias culturales al mismo tiempo que favorece la representación de las mujeres negras. En este sentido, sus figuras con forma humana funcionan como vasijas sagradas y vivas: lugares activos de agencia y resistencia que reestructuran la vulnerabilidad como forma de poder.
La Figura (135Y-2) mira de frente a la imagen de otra mujer, esta sin cabeza, situada en el extremo opuesto de la galería. Esta figura, titulada Martinique, es un busto esculpido de una manera similar, con dos brazos acortados y un torso desnudo, de cuya superficie resbala un esmalte blanco de textura lechosa. En el lugar del pedestal, la mitad inferior del cuerpo de Martinique se precipita hacia fuera a la altura de la cadera para formar un cinturón de cerámica que también parece una vasija o un miriñaque, objetos duales que señalan el cuerpo como contenedor y como el objeto que contienen. En la tradición del siglo XIX de las vasijas con forma de rostro, estos recipientes, tallados a mano, funcionaban como espacios cruciales de autoría en los que la superficie del objeto se convertía en un receptáculo maleable para inscribir gestos, palabras y marcas, actos de ingenuidad creativa que resonaban como formas de resistencia. (Un ejemplo notable de este género son las obras del artista y poeta David Drake, que mientras se encontraba esclavizado en Carolina del Sur confeccionó gruesas cisternas esmaltadas que firmó con un simple “Dave” —el primer esclavo alfarero que se conoce que dejara tales inscripciones). Escultóricamente, la superficie de alabastro de Martinique refleja, desde el principio, la casi sagrada naturaleza de estas vasijas, algo que refleja las extensas investigaciones que ha llevado a cabo Leigh de esas historias. La destreza artesanal de Martinique —que tiene unos exquisitos charcos de esmalte y visibles huellas de dedos— revela una tecnología que se basa en lo manual y en las marcas de los utensilios que se han utilizado en su construcción. De manera similar, en las formas de la cerámica y en nuestra corporeidad mortal, la escultura funciona como una vasija para la historia física que está inscrita en su superficie, conjurando una agencia corpórea y una vulnerabilidad a través del lenguaje tangible de su creación.
Las jarras con forma de rostro tienen unos enigmáticos matices espirituales y, así, podemos interpretar Martinique también como una reliquia. Su torso de marfil sin cabeza presenta una arrogante postura que la asemeja a una antigua deidad —lo que señala la presencia de un ideal de culto— mientras que sus miembros rotos implican la fragilidad inmóvil de una reliquia. La quimera de su mitad inferior amplía, al mismo tiempo que complica, estas dicotomías. La estructura de cerámica de su falda funciona como protección, como si fuera una fortaleza diseñada para mantener la santidad de su cuerpo y también, paradójicamente, como imposición, como un corsé que constriñe su forma. La obra Martinique conceptualmente apuntala esta dialéctica de la contención: la isla caribeña de Martinica fue cuna del comercio trasatlántico de esclavos por parte de los colonizadores franceses, que saquearon sus recursos y la forzaron a una dependencia económica; la isla sigue siendo hoy en día territorio francés. Martinica también fue el hogar del poeta Aimé Césaire, fundador del movimiento intelectual y anticolonial Negritud, que abrazaba la identidad negra como un antídoto ante el intento colonial de borrar su cultura. Volviendo a la obra, Martinique puede funcionar como un monumento a los numerosos individuos negros que han sufrido el impacto de la violencia del colonialismo, a la vez que ofrece un espacio físico simbólico que protege de cualquier intrusión violenta.
Las restantes esculturas de la primera galería, que incluyen dos objetos parecidos a vasijas con forma de cabeza de cuellos elongados (Stretch [GREEN] y Stretch [BLACK]) (Estira [VERDE] y Estira [NEGRO]) y una imponente y totémica figura de bronce que se adentra en las aguas de la abstracción futurística (Sentinel IV [Centinela IV]), reiteran esta noción del cuerpo como un espacio de vulnerabilidad, agencia y resistencia. En conjunto, las esculturas muestran cuerpos sin cabeza, cabezas sin cuerpo y cuerpos desmembrados, siendo cada uno una colección de formas que, sin embargo, da la impresión de algo sagrado, dignificado y limpiamente minimalista. Instaladas de forma dispersa pero colocadas de tal manera que forman un espacio abierto y diáfano en medio de la galería, estos objetos en su mayoría señalan hacia dentro —una configuración que alimenta el sentido de que, entre estas obras, un invisible acto colectivo de comunión se despliega silenciosamente—. Al mismo tiempo que estas esculturas ocupan merecidamente un espacio, la atracción magnética que suscitan está, en última instancia (y paradójicamente), en las partes que no son visibles.
El gesto de Leigh de esculpir rostros con jirones de piel en la zona en la que deberían estar presentes los ojos (una cualidad que comparten muchas de las obras de la muestra) funciona como un potente ejemplo de esta idea central. Mientras que, por un lado, un rostro sin ojos puede ser asociado de manera inmediata con la represión —la omisión de los ojos representa una forma de exclusión del mundo visual—, también representa una recuperación de la autonomía perceptiva de cada uno. Evoca tanto un poder premonitorio como una visión pasiva, la negación de Leigh de la facultad de visión puede ser leída como una forma de protección frente a un daño exterior o un estímulo traumático, como el miriñaque defensor de Martinique. Si el ojo es un orificio hacia la mente, estas obras retienen también el acto de elevar la soberanía que han conseguido los intelectuales negros, un gesto que se reclama por la vía de su omisión. Aquí, el poder de la mirada, que señala introspectivamente como una manera de generar creatividad y resistencia, resulta tan sagrada como el mismo cuerpo.
Al fondo de la galería principal, una pila inmensa de rafia surge de la pared, una construcción que hace referencia a las viviendas originales del África Subsahariana. Un angosto espacio vacío en el lugar donde la estructura y el muro se encuentran sugiere la presencia de un santuario oculto inalcanzable para el espectador, una revelación que conceptualmente reorienta las esculturas que la rodean. Este recinto críptico reevalúa la galería misma como un espacio activo e interconectado —un recipiente venerable de arquitectura designada para mantener y sostener cuerpos en el tiempo y en el espacio—. Una puerta adyacente a la estructura de rafia nos conduce a una galería más pequeña ocupada únicamente por Cupboard XI (Alacena XI) (Titi), un busto de cerámica de un color irisado entre negro y verde, desnudo y desmembrado, con una amplia falda de rafia y una majestuosa corona en el pelo. Perfectamente esculpida y bañada por un halo de luz natural (gracias a un tragaluz del techo), Cupboard XI (Alacena XI) es una visión actual de una divinidad negra. Es el homólogo a Martinique —ha recuperado su cabeza y su postura resulta más resolutiva— que ancla, conceptualmente, la exhibición como un todo. A diferencia del cinturón de cerámica, la rafia —que es un material que hace referencia a la artesanía precolombina— se dobla y se rompe como un cuerpo, alineándose con la idea de la vulnerabilidad. Mientras que muchos de los materiales que usa Leigh hacen referencia a objetos del pasado, Cupboard XI (Alacena XI) sugiere las potencialidades artísticas, filosóficas y espirituales de un presente y un pasado radicalmente inclusivos. Aquí, esta figura de culto actúa como un dios o un santo, moviéndose entre ser un común mortal o una divinidad esotérica.
Este ensayo se publicó originalmente en Carla issue 21.