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Un cierto enigma rodea la obra producida por los artistas canónicos en las últimas décadas de su vida. Al referirse a este periodo concreto de la evolución creativa de un artista, los historiadores del arte suelen invocar el término alemán altersstil, que en español se traduce como “estilo de la vejez”1. Esta maduración estilística suele caracterizarse por un cambio de tono, ya sea audaz o sutil. También puede ser más elusiva, y consistir en una nueva confianza gestual, por ejemplo, más que en una revisión completa de la forma y la técnica.
Entre los ejemplos más destacados de un altersstil floreciente se encuentran las últimas pinturas de Tiziano, el virtuoso del Renacimiento veneciano, así como las del venerado abstraccionista Willem de Kooning. Los críticos han dicho que cada uno de ellos ha alcanzado un momento de “trascendencia pictórica”, una cima casi espiritualizada de destreza gestual forjada por una íntima familiaridad con el medio. Al observar esta hazaña en la obra de Tiziano, Goethe comentó que el artista “en su vejez solo representaba en abstracto los materiales que antes había representado en concreto: así, por ejemplo, solo la idea del terciopelo, no el material en sí”2.
Ahora, siglos después, en David Kordansky y Matthew Marks, las exposiciones individuales, simultáneas, pero no relacionadas, de obras recientes de Richard Tuttle y Stanley Whitney dan vida a la noción de un altersstil o estilo de la vejez expresivamente cohesionado. Aunque los objetos íntimamente elaborados de Tuttle difieren, tanto material como conceptualmente, de las pinturas cuadriculadas a gran escala de Whitney, ambos artistas tienen más de setenta años y han logrado un reconocimiento canónico a lo largo de sus décadas de carrera. Ambas exposiciones incluyen solo obras realizadas en 2020 y, dada la angustiosa inquietud del año, las dos presentaciones sirven no solo como intrigantes ejemplos del renacimiento creativo que puede acompañar al envejecimiento, sino también como indicadores únicos de las formas en que cada artista ha respondido a las crisis poco convencionales (Covid-19, etc.) del momento. Por ello, ambas exposiciones se centran en la capacidad de la abstracción para cambiar de significado y de sentido según las condiciones del contexto, un rasgo escurridizo que la convierte en una extraña compañera de cama para los tiempos inciertos.
En Nine Stepping Stones [Nueve peldaños], la exposición de Richard Tuttle en la galería David Kordansky, un conjunto de 28 ensamblajes escultóricos, que el artista ha designado metafóricamente con el título de “cabezas”, reviste las paredes de las dos salas de la galería. Cada obra tiene una escala consistente y descansa aproximadamente a la altura de la cabeza del espectador, sugiriendo una relación mimética entre la topología del objeto y la región superior del cuerpo. Construida a partir de dos planos de madera contrachapada de formas idiosincrásicas, cada escultura poligonal irregular inicia una procesión inconexa de formas angulares, sinuosas y, sin embargo, mínimas. Motas de pintura en aerosol añaden un tenor expresionista a estas abstracciones enmarañadas, que Tuttle creó mientras se recuperaba de la Covid-19. Si bien las excentricidades poéticas de esta nueva obra están en consonancia con la obra más amplia de Tuttle, el contexto íntimo y autobiográfico de la exposición es algo inusual para el artista. Aquí, con la enfermedad y el aislamiento infiltrados en su léxico, la panoplia de cabezas de Tuttle adquiere un mayor simbolismo, sugiriendo una preocupación visceral por un objeto que une la experiencia física del cuerpo con las maquinaciones cerebrales de la mente.
Una forma bifurcada, parecida a un ala, con curvas afiladas y astilladas y ángulos salientes, se superpone a una base de madera contrachapada más grande y de forma más amorfa en Unlikely Head [Cabeza improbable]. Varias formaciones escalonadas de madera contrachapada se cruzan y unen estas capas superiores e inferiores, uniéndolas como pequeñas escaleras que se elevan entre pisos. Sujeta humildemente con clavos y pegamento, Unlikely Head sugiere una paleta de artista deconstruida, un rostro cubista o una máscara ceremonial geométrica y barroca teñida con colores que van desde el pastel verde menta al rojo sangriento. Con sus encantadoras imperfecciones (fragmentos de madera contrachapada separados se mezclan con superficies ásperas y moteadas), la obra establece una conexión entre la utilidad de la materia artística y la utilidad del cuerpo, ambas susceptibles de desgastarse. Esta “cabeza” recuerda nuestro propio y extraño estado de ser: colectiva y singularmente aislado, vulnerable y deshilachado en las costuras.
Mientras tanto, la exposición de Stanley Whitney en la galería Matthew Marks, How Black is That Blue [Cómo de negro es ese azul], se muestra como una fuerza perceptiva e hipnótica. La muestra se deleita igualmente en la flexibilidad de la no representación, pero lo hace a una escala más monumental. La exposición incluye nueve pinturas (oscilando en tamaño entre moderado e inmenso) y dos obras sobre papel, todas ellas con campos de color rítmicos y geométricos compuestos por bloques rectangulares de colores vibrantes. Las cuadrículas pigmentadas de Whitney, que varían en tono desde el aterciopelado hasta el intensamente irradiante, poseen una naturaleza sinfónica que deja al descubierto la cadencia gestual de la mano del artista. Rehuyendo los géneros estándar, estas cuadrículas desafían la minimización y al mismo tiempo adoptan el motivo más identificable del minimalismo. Aunque no suponen necesariamente un alejamiento drástico de la obra anterior del artista (sus cuadrículas improvisadas han sido una estructura compositiva característica durante décadas), estas abstracciones señalan una confianza en el gesto —una destreza muy practicada análoga al dominio fluido de un idioma—. Al igual que en el caso de Tuttle, esta familiaridad material nacida de la experiencia crea un velo engañoso de facilidad y simplicidad —una cualidad que también se observa en la obra tardía de Tiziano, descrita por el historiador David Rosand como “la capacidad de su arte para ocultar el arte”3.
Dicho esto, aunque la monumental obra de Whitney Twenty twenty [Dos mil veinte] ciertamente personifica estas cualidades, también se presenta como una anormalidad estilística relativamente fuerte: la pintura orientada horizontalmente es, según la galería, uno de los tres únicos lienzos no cuadrados que el artista ha creado en más de 25 años. En este cuadro, los nodos rectangulares de color forman una cuadrícula casi imperceptiblemente inclinada, como si su eje estuviera a punto de resbalar y caer inminentemente. Bandas lineales de negro, ladrillo y azul intentan apuntalar su forma. A lo largo de toda la obra, las manchas y las gotas errantes infringen el espacio intersticial entre los colores, amplificando las percepciones rítmicas del tacto y la colisión. (Estos encuentros recuerdan el panorama de nuestros movimientos vigilantes de la época de Covid, donde el contacto gestual espontáneo se convierte en un acontecimiento de alto riesgo). Mientras que la vitalidad cromática general de Twenty twenty contradice la confusa tristeza del año, la atención de Whitney al espacio y la forma trasciende las ilustraciones didácticas, aludiendo en cambio a algo más complejo desde el punto de vista filosófico. Recordando el uso evocador de Tuttle de las formas antropomórficas, Whitney impregna igualmente sus pinceladas bidimensionales de significado epistemológico. Sus cuadrados, líneas y bordes sugieren esquinas, pasillos y salas; aquí, el artista ofrece una reflexión filosófica sobre la poética del espacio y lo que significa existir en él.
La obra reciente de Tuttle y Whitney, boyante e inquebrantable, encarna lo que la crítica literaria Barbara Herrnstein Smith ha denominado “lo sublime senil”4 —un dominio trascendente y aligerado del gesto, el material y la forma en la última etapa de la vida—. Mientras que algunos críticos han asociado el altersstil con la naturaleza solitaria de la vejez y el peligro de la mortalidad, estos paisajes mentales —el aislamiento y su consiguiente despertar de ansiedades mortales— son familiares para los artistas. En la primera frase de “The Creative Process” [“El proceso creativo”], el ensayo de James Baldwin de 1962, señala que “la diferencia principal del artista es que debe cultivar activamente ese estado que la mayoría de los hombres, necesariamente, debe evitar; el estado de estar solo”5. Los artistas dominan este “vasto bosque”6 de aislamiento, cuya intensidad se ha visto agravada por la pandemia, y para Tuttle, por la propia infección. Esto quizás explique por qué, aquí, la abstracción funciona como una lucha íntima y filosófica con una verdad epistemológica esquiva.
Jessica Simmons es una artista y escritora afincada en Los Angeles. Su obra y sus escritos navegan por el espacio háptico y oblicuo que existe entre el lenguaje de la abstracción y la abstracción del lenguaje.
Esta reseña se publicó originalmente en Carla número 24.