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Hay una escena al comienzo de la novela Leaving the Atocha Station [Saliendo de la estación de Atocha] (2011) en la que el protagonista de Ben Lerner sigue a un desconocido a través del Museo del Prado de Madrid, observando cómo este estalla en llanto apasionado frente a varias obras maestras. ¿Está este hombre de duelo, se pregunta el narrador, o simplemente está “teniendo una profunda experiencia artística1? La escena es curiosa porque identifica algo que todos hemos experimentado —a saber, la desconcertante discrepancia entre la ceremonia y reverencia con la que se trata el arte en el contexto de la galería o el museo y la realidad de cómo realmente nos hace sentir—. Se nos dice implícitamente que el arte debería conmovernos, provocarnos, confundirnos e inspirarnos. Si no surge una respuesta emocional o intelectual tan poderosa de inmediato, según este pensamiento, entonces o algo está mal con nosotros o algo está mal con la obra.
El filósofo Alva Noë echa por tierra esta noción, argumentando que el esfuerzo es fundamental para la experiencia estética. En su libro The Entanglement: How Art and Philosophy Make Us What We Are (2023), Noë propone que las obras de arte —y los fenómenos estéticos en general— no se caractericen por su belleza o significado, sino por su inescrutabilidad. “El objeto artístico, en su forma más pura, es algo que no reconocemos”, escribe2. En lugar de servir como “estímulos que desencadenan un tipo especial de episodio en la conciencia” (pensemos en el alterado visitante de museo de Lerner), las obras de arte desafían activamente al espectador, exigiéndole que participe en la creación de su contenido y significado3. La “ceguera estética”, como la denomina Noë, se refiere a esta misma opacidad, a la necesidad de nuestro “movimiento esforzado de ver hacia ver de otro modo”4. En resumen, más que una tarea de análisis o evaluación, relacionarse con una obra de arte es una práctica, una cuestión de cómo nos orientamos hacia el mundo.
Este es el proceso que inspira la obra conceptual de Nancy Lupo, cuya exposición Max Payday [Día de pago] se clausuró recientemente en la galería Morán Morán de Ciudad de México. Junto a la nueva obra escultórica y videográfica de la exposición, se instalaron en la galería una serie de meditaciones a modo de diario dispuestas como textos murales con la crónica de los meses y años previos a la creación de la muestra. El texto, una constelación asociativa libre de los enredos de Lupo con las personas, los acontecimientos y (sobre todo) los objetos que salpicaron la enrevesada gestación de la exposición, describía lo que podríamos considerar sus propios intentos de “ver de otra manera”, ofreciendo al espectador un generoso punto de partida para embarcarse en una práctica similar.
Aunque no es raro que los textos murales sirvan para contextualizar las obras expuestas, Lupo llevó esta función al extremo, ofreciendo miles de palabras en un inexpresivo monólogo interior que recordaba a escritores de autoficción como Lerner, Sheila Heti y Tao Lin5. Aunque Lupo tiene una fuerte presencia en este texto, sus verdaderos protagonistas son una serie de objetos: el Chevy S-10 de 1998 de la artista; su sofá Percival Lafer; una cadena de oro de dudosa procedencia; la casa suburbana de los padres de Lupo, a la que la artista acude para depositar carros llenos de objetos efímeros del estudio. En sus escritos, Lupo examina detenidamente todos estos objetos, junto a muchos otros, y documenta con franqueza el proceso por el que han servido de base y, en algunos casos, se han integrado literalmente en las obras de arte de la galería.
Max Payday se basa en una serie de esculturas de “sacapiojos” o “comecocos”. Lupo lleva varios años explorando esta forma, inspirada en los sacapiojos de papiroflexia que se encuentran en muchas aulas de primaria. En la interpretación de Lupo, los pliegues numerados de estos objetos se cosen sobre un panel de madera, formando topografías parecidas a cajas de huevos hechas de papel higiénico, pigmento, hilo de pescar y pegamento, entre otros materiales. Los 10 picos piramidales de cada tablero llevan los números de teléfono móvil de los amigos de Lupo, lo que confiere una inesperada literalidad a estas caprichosas obras. En Morán Morán, estos ensamblajes rectangulares colgaban de las paredes por parejas, flanqueando carcasas de convertidores catalíticos pintadas de amarillo mango; las carcasas recuerdan vagamente a cráneos sin rasgos, una cualidad acentuada por la inquietante corona metálica situada encima de I think they should be low, I mean we are guilty of it too. [Creo que deberían ser bajos, quiero decir que nosotros también somos culpables de ello.] (2023). Estos componentes de automóvil recuperados son una pieza central dramática en el texto de la exposición de Lupo: el robo de un convertidor catalítico de la camioneta pick-up de la artista y sus esfuerzos meticulosamente inventariados para repararlo ocupan un espacio considerable en sus escritos. La búsqueda homérica genera más de 1400 palabras que finalmente alcanzan un registro poético, vagamente oculto: “De modo no brusco, solo melancólico, las hojas están cayendo y estoy intentando leer las hojas y entender qué significa todo esto”.
Esta necesidad desesperada de interpretar un presente caótico, de armonizar con algún orden superior oculto, es el tema central de la exposición —se resume perfectamente en la figura del sacapiojos—. La cadena de oro de imitación a la que se hace referencia en los escritos de Lupo colgaba de uno de estos trípticos montados en la pared, I’m am all about houses [Me a mi me encantan las casas] (2023). En una digresión humorística, Lupo contó que descubrió la cadena —que lleva un sugerente sello de “14K” en el cierre— mientras hacía senderismo por el Runyon Canyon el día después de que le robaran el catalizador, un suceso que interpretó como prueba de que “el universo quiere arreglarlo todo”. Llevó la cadena con codiciosa reverencia durante semanas antes de descubrir que era falsa.
Lupo infundió al espacio de la galería de la misma cualidad mágica y de búsqueda que transmite su texto mediante inteligentes modificaciones del edificio de estilo colonial californiano de Morán Morán. Pequeños cortes circulares en el panel de yeso de la galería permitían la entrada de luz y aire en movimiento en el espacio expositivo, llamando la atención sobre una infraestructura física que a menudo se pasa por alto. En otros lugares, pequeñas ofrendas de escarabajos, pieles de serpiente y réplicas de espinas fundidas en metal poblaban los rincones y grietas del habitualmente ordenado cubo blanco. Al mismo tiempo que apuntaban, como el esotérico texto mural de Lupo, a las causas y significados ocultos, estas intervenciones también servían para situar física y temporalmente al espectador en el encuentro con el arte, poniendo al descubierto el proceso de mirar y descubrir.
Las meditaciones de Lupo sobre estos objetos y fenómenos ilustran la concepción de Noë del encuentro estético: “El arte exige que vayamos más allá de las formas familiares y arraigadas de mirar, pensar, actuar o, más en general, de ser, que nos constriñen y, en muchos sentidos, nos mantienen cautivos”6. Tanto si nos fijamos en una camioneta pick-up Chevy como en la pared en blanco de una galería, el arte de Lupo promete una oportunidad para ver de otra manera. Sin embargo, por muchas palabras que gaste, Max Payday acaba preguntando mucho más de lo que responde. Como sugiere Noë, este tipo de práctica estética —la que se relaciona con los objetos sin una directriz clara— no aporta conocimientos del tipo habitual; tiene poco interés en las soluciones, el significado o incluso la belleza. Al igual que el visitante de una galería, su tarea nunca termina, sus respuestas siempre son provisionales. Lo que importa es que se molesta en preguntar en primer lugar.
Esta reseña se publicó originalmente en Carla número 34.