Our advertising program is essential to the ecology of our publication. Ad fees go directly to paying writers, which we do according to W.A.G.E. standards.
We are currently printing runs of 6,000 every three months. Our publication is distributed locally through galleries and art related businesses, providing a direct outlet to reaching a specific demographic with art related interests and concerns.
To advertise or for more information on rates, deadlines, and production specifications, please contact us at ads@contemporaryartreview.la
La mesa estaba preparada para dos personas en un acogedor comedor ficticio con poca luz instalado en la parte trasera de la galería principal del Torrance Art Museum (TAM). El menú consistía en una comida preparada a partir de partículas atmosféricas —las verduras y las hortalizas se sustituían por esponjosas nubes de humo; y una taza de polvo y otros compuestos orgánicos servía para refrescarlo todo—. Titulada Forty Days and Forty Nights (40 Days of Smog) [Cuarenta días y cuarenta noches (40 días de esmog)] (1991), la instalación de Kim Abeles llama la atención sobre nuestra contradictoria creencia de que, mientras estemos entre los muros familiares de nuestros hogares, estamos a salvo de los efectos del cambio climático. En EXTRACTION: Earth, Ashes, Dust, una exposición presentada por el colectivo de curadores SUPERCOLLIDER, Abeles y otros 11 artistas examinaron el impacto de las actividades humanas sobre la Tierra y sus habitantes, insistiendo en que, con el tiempo, será insoslayable el precio a pagar.
Con el fin de exponer las múltiples caras de la extracción —definida para esta exposición como “métodos de eliminación relacionados con el capital cultural, natural y ecológico”1—, las obras abarcan una serie de medios, destacando las formas en que la humanidad es cómplice, pero también víctima, del declive gradual de la Tierra. El Torrance Art Museum, situado a menos de dos millas de la Torrance Refining Company, una refinería de petróleo de 700 acres y donde ocurrió una explosión casi catastrófica en 20152, es un escenario especialmente adecuado para esta exposición. El impacto de la industria petrolera en South Bay ha estado vinculado desde hace mucho tiempo con el aumento de los índices de delincuencia, enfermedad y pobreza; una realidad que la exposición destaca al rastrear el vínculo profundamente arraigado entre los recursos y los cuerpos, y el modo en que los paisajes, a través de la extracción, se convierten en lugares de paulatina violencia3.
La creencia occidental de que la humanidad está divorciada de la naturaleza (y por encima de ella) constituye la base ideológica de todo tipo de acciones extractivas —una falacia a la que Abeles se refiere—. Para realizar sus cuadros, coloca plantillas con las imágenes deseadas sobre material opaco, dejándolo al aire libre en el techo y permitiendo que el aire pesado se acumule sobre la tela. Con este método, Abeles materializa el aire que respiramos, proporcionando una visión tangible de su estado. La obra Forty Days [Cuarenta días] de Abeles estaba acentuada por una escena en la ventana que ostenta una vista contaminada de una refinería de petróleo. Los platos de porcelana montados que representan los rostros de los principales líderes mundiales (también representados en la niebla tóxica), y dos versiones del paisaje bucólico de Asher Brown Durand, The Hunter [El cazador] (1856), una recreación de la niebla tóxica, y la otra una impresión más pequeña del original, completaban los cuadros. La instalación cuestiona las incoherencias entre una visión romántica del mundo natural y la realidad contaminada de un sistema imperialista en el que quienes ejercen el poder facilitan las industrias extractivas más perjudiciales para la población en general.
Cerca de allí, la escultura de cerámica y parafina en tonos tierra de Beatriz Jaramillo, titulada Broken Landscape 2 [Paisaje fracturado 2] (2015), retomaba la relación humana dilemática y, a la vez, parasitaria con el mundo natural para explorar las formas en que el suelo de la Tierra ha sido modificado para acomodar las crecientes necesidades de la sociedad. Las cinco columnas, que se asemejan a un relieve topográfico montañoso, están dispuestas en una apretada configuración geométrica. Como muestras de núcleo extraídas de la Tierra, actúan como un registro visible del paso del tiempo, marcando todas las modificaciones impuestas en nombre de la vivienda, la infraestructura o la industria. Las capas de porcelana de la parte superior de la tierra se desprenden para revelar capas de tierra parafínica que son maleables y fácilmente manipulables —la obra sugiere una sensación de frágil escasez, mientras nuestros espacios naturales siguen desapareciendo.
Situadas detrás de las esculturas en declive, había una serie de paisajes al óleo de Elena Soterakis, Drilling for Fossil Fuels in Inglewood #1-3 [Perforación de combustibles fósiles en Inglewood #1-3] (2022), que ilustran el anticuado acto de extracción de combustible fósil en el campo petrolífero de Inglewood. Representado como una extensión de tierra polvorienta y desolada, salpicada solo de bombas de extracción y palmeras en kilómetros, la inquietante ausencia de vida humana en las pinturas contrasta con la realidad del lugar, que es todo menos desolado. Cualquiera que haya subido por La Cienaga Boulevard, en dirección al norte, desde South Bay, sabe que el campo petrolero de Inglewood domina la vista durante kilómetros. Junto a las zonas densamente pobladas de Ladera Heights, Blair Hills y Baldwin Hills, los peligrosos contaminantes atmosféricos flotan en el aire, afectando a más de medio millón de personas que viven a menos de 400 metros de los pozos activos. El paisaje de Soterakis alude a una ciudad posterior a la extracción, en la que, a falta de espacios vitales viables, la gente ha migrado a otros lugares, dejando la maquinaria como los últimos espectros de una metrópolis antaño bulliciosa.
En South Bay continúa una lucha activa —que se remonta a los años 80 y se revitalizó con la explosión de 2015— contra la invisibilidad y la desaparición, mientras los funcionarios del gobierno local y estatal hacen poco para ayudar a las comunidades más afectadas por las prácticas extractivas. Más allá de Torrance, el problema se hace sentir con más fuerza en las comunidades POC de Carson, Long Beach y Wilmington, predominantemente de bajos ingresos, que contemplan cómo los barcos, los camiones, los trenes y las refinerías penetran sus barrios, junto con los contaminantes invisibles —entre ellos, el ácido fluorhídrico modificado (MHF), un producto químico tóxico— que han provocado un aumento de las tasas de cáncer y de muerte prematura en la zona4. La desaparición de las comunidades parece inevitable, ya que en lugar de interrumpir el uso del MHF, el traslado —una especie de reubicación forzada— se presenta como la respuesta tácita al problema. En este sentido, es importante recordar que el traslado y la migración son también formas de extracción.
En el TAM, las impresiones cromogénicas deformadas de Matthew Brandt de la mayor capa de hielo de Islandia tenían superficies chamuscadas, agrietadas y con ampollas. Conseguidas mediante la exposición al fuego y al calor, Vatnajökull (2018–20) refleja el efecto del calentamiento de las temperaturas en el glaciar. Hay una sensación de pérdida cultural inminente, ya que el hielo lleva en su interior no solo un registro del clima y del tiempo, sino también de la historia de Islandia. Así, la noción de invisibilidad se extiende por toda la exposición y actúa como una especie de profecía. Las esculturas deterioradas de Jaramillo, los paisajes desolados de Soterakis, las piezas de partículas de Abeles y la obra de otros artistas de la exposición nos recuerdan los intrincados lazos entre la violencia y la extracción, y nuestra indeleble dependencia de la naturaleza, sin la cual nos veríamos reducidos a meras cenizas y polvo.
Alitzah Oros es una historiadora del arte que actualmente reside en Los Angeles.
Esta reseña se publicó originalmente en Carla número 29.