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Hay veces en que solo te das cuenta de algo cuando ya no está. En los últimos meses, he empezado a darme cuenta de la ausencia, en un número de obras de artistas cada vez mayor, de narrativa, en particular, de narrativa sobre las biografías o identidades de estos artistas. Gran parte de esta obra es abstracta, a menudo puramente abstracta, y parece que últimamente cada vez más gente, entre la que me incluyo, se siente atraída por este tipo de obra no objetiva y no literal.
Históricamente, la abstracción en las artes visuales se ha desarrollado por dos vías paralelas: la distorsión de las cosas que vemos en el mundo (Paul Cézanne, Pablo Picasso) y la invención de formas totalmente no objetivas (Kazimir Malevich, Wassily Kandinsky, Hilma af Klint). La obra contemporánea que he observado se ajusta, en general, a esta última corriente de abstracción. Alejándose en cierto modo del predominio que ha tenido en los últimos años la figuración centrada en la identidad, gran parte de la abstracción contemporánea está siendo realizada por artistas de color que se resisten a poner en primer plano su propia identidad a través de la narrativa. Cuando la artista de técnica mixta Teresa Baker me describió sus pinturas abstractas, apuntó que es una obra que “debería hablar por sí misma. No debería tener que ponerle palabras”. Rema Ghuloum, pintora afincada en Los Angeles, comparte su opinión: “Realmente quiero que la obra hable por sí misma”.
Hace tan solo una década, escritores y curadores sucumbían a episodios de angustia intelectual sobre qué aspectos de la biografía de un artista podían admitirse en una consideración crítica de su obra. A menudo se argumentaba que el arte debía existir separado del mundo; por ejemplo, insistir en la enfermedad mental de Agnes Martin o en el trato nefasto que Picasso dispensaba a las mujeres mientras se abordaba su arte se consideraba un acto de mala fe, una imposición injusta de lo anecdótico sobre lo estético. Sin embargo, en los últimos tiempos esas reservas prácticamente se han evaporado. Junto a un impulso urgente hacia una mayor igualdad y diversidad en museos y galerías, la narración biográfica se ha convertido en la forma cultural de facto de nuestro tiempo.
La figuración narrativa también se ha hecho más popular de lo que nadie habría previsto hace diez años. Aunque no tiene sentido reducir un género tan amplio a un estereotipo superficial, este giro hacia la representación en un sentido pictórico discurre en paralelo a la representación en un sentido social: la idea de que al representar a personas, sobre todo a personas no blancas, los artistas están contando historias que normalmente no se cuentan, e inspirando a sus comunidades en el proceso. El objeto artístico se convierte en un vehículo con el que un sujeto puede acceder simbólicamente a espacios que le han sido denegados históricamente: el museo, la galería de renombre, la casa del coleccionista.
Sin embargo, la representación también puede deslizarse hacia la cosificación, especialmente cuando se transmite en espacios predominantemente blancos y cuando se espera de los individuos (tanto artistas como sujetos) que representen las experiencias de otros a los que quizá solo se parezcan superficialmente. A través de las redes sociales y la creciente industria de las relaciones públicas en el sector artístico y los departamentos de comunicación en las galerías, vemos la vida de los artistas con más transparencia que nunca, a menudo acompañada del omnipresente retrato fotográfico en el estudio. Pero las etiquetas que señalan la identidad racial pueden ocultar fácilmente otros aspectos de la propia identidad. Quería preguntar a los artistas de color que trabajan en la abstracción, a la mayoría de los cuales he seguido de cerca y que han tenido la paciencia suficiente para entablar conmigo conversaciones tan difíciles, cómo se sentían al ver sus identidades incorporadas a la interpretación de su obra cuando, por lo demás, no es representativa. Tuve que reconocer la inevitable ironía de que al escribir este artículo estaba perpetuando los mismos tropos a los que muchos de estos artistas intentan resistirse. Sin embargo, muchos estuvieron de acuerdo en que es un tema que merece la pena abordar.
Lo que quedó claro rápidamente en mis conversaciones es que estas cuestiones tienen matices diferentes para cada artista, cada uno de los cuales tiene una relación con su legado tan compleja como el propio sujeto. Baker, por ejemplo, tiene un padre de ascendencia mandan e hidatsa y una madre germano-estadounidense. Baker ha vivido en New York, San Francisco y Texas, y ahora reside en Los Angeles, aunque creció en las llanuras del norte. Según ella, la distancia física que la separa de esa región y de las comunidades indígenas que viven en ella da forma a sus pinturas abstractas, basadas en formas recortadas de pasto artificial, un material que empezó a utilizar cuando vivía en Texas.
Baker no invoca la narrativa personal o la identidad con correlaciones uno a uno, representativas, de objeto y significado. “Más bien —dice—, hablo [de la identidad] en términos de proceso y de cómo me influye. El objeto en sí está acabado cuando no puedo situarlo”. Pero su obra, insiste, sigue proviniendo de esos contextos que la formaron. Flow [Flujo] (2023), por ejemplo, incluida recientemente en la bienal Made in L.A. [Hecho en L. A.] del Hammer Museum, incluye en su superficie estambre, tendones artificiales y piel de ante seca, todos ellos medios utilizados en el arte tradicional indígena americano. Entiendo estas obras como mapas psíquicos de lugares más sentidos que recordados. Para Baker, la abstracción consiste en “tender puentes”.
Ghuloum, que dice admirar la obra de Baker, me dijo que espera crear cuadros que sean conectivos, incluso universales. “En mi obra pienso mucho en mantener diferentes tipos de espacios dentro de un cuadro, como la pena o el dolor y la alegría”, dice. La peculiar técnica de Ghuloum de aplicar capas de color, que raspa, lija y desgasta, confiere a sus cuadros una profundidad excepcional. Contienen multitudes, como la identidad y la propia experiencia humana. Ghuloum se define como “libanesa-jordana-kuwaití-estadounidense”, pero, nacida en North Hollywood de padres inmigrantes de primera generación, se identifica simplemente como “estadounidense” en sus biografías publicadas. “Siento como si todo eso se sintetizara de alguna manera”, dice, refiriéndose a su herencia diversa, “incluso si no soy capaz de explicarlo”.
Edgar Ramírez, cuyos cuadros suelen estar hechos a base de capas de cartón pintado en mal estado, me contó que, más o menos cuando se graduó con su MFA en el Art Center en 2020, era consciente de que sus compañeros hacían sobre todo “obras basadas en la identidad” y que él no se sentía cómodo en ese molde. Ramírez, que es mexicoamericano y creció en una comunidad de clase trabajadora en Long Beach, cerca de los puertos, aspiraba a crear un arte que no requiriera de un comunicado de prensa o un conocimiento previo acerca de quién era el artista o qué había hecho antes. Cita la obra de James Turrell y también señala que “durante mucho tiempo sentí que no podía hacer eso por mi lugar de origen”. También le interesa profundamente la historia del arte, sobre todo el expresionismo abstracto y el nouveau réalisme, dominados por los blancos, pero también los paisajistas europeos como J. M. W. Turner. “Me gustaría aportar mi grano de arena a esto”, afirma.
De la misma manera que Baker emplea aspectos de su herencia para establecer su lenguaje intuitivo, Ramírez encontró la manera de enhebrar entre la abstracción y la identidad: desarrolló un lenguaje de pintura abstracta que se nutre de los colores, texturas, patrones y signos del entorno en el que creció, pero que se extiende a través del leitmotiv del puerto de embarque hacia reflexiones más generales sobre el comercio global y el capitalismo de consumo. En Smoky Hollow [Hueco ahumado], una exposición celebrada recientemente en la galería Chris Sharp, sus cuadros aludían a los colores, las proporciones y la escala de los contenedores de transporte marítimo, una crítica sutilmente irónica a esa condición de estatus que ofrecen los cuadros de primera categoría.
El enfoque que Ramírez da a la abstracción tiene mucho en común con el de otro joven pintor multimedia, Reginald Sylvester II, quien recientemente expuso en Roberts Projects de Los Angeles. Sylvester, que es negro, creció en Oakland pero ahora reside en New York, y tiene familia tanto en Chicago como en Mississippi. Su referencia más inmediata, sin embargo, es la crudeza del barrio industrial de Brooklyn donde trabaja. Emplea láminas de hule, acero y travesaños de aluminio adquiridas en ferreterías, y reincorpora escombros y materiales de desecho de cuadros anteriores. También colecciona carcasas de tiendas militares (su padre sirvió en el ejército) y en ocasiones aplica la cuerda y la lona a la superficie de sus cuadros.
En su exposición para Roberts Projects, titulada T-1000 en referencia al androide que cambia de forma en Terminator 2: Judgement Day [Terminator 2: El juicio final] (1991), presentó obras influidas por el retrofuturismo de la ciencia ficción, como Ridgewood (2023), pintada en plateado, un ensamblaje casi monocromático de paneles incrustados con materiales industriales.
Sylvester me habló de “trabajar a través de las guías de estudio abreviadas” que le dejaron artistas precedentes con la esperanza de llegar a algún lugar nuevo; construye a partir del abono fértil de la historia del arte, las tradiciones vernáculas, la cultura pop y su entorno urbano con su fe puesta no tanto en la representación de un momento contemporáneo como en la posibilidad de la aparición de algo nuevo y desconocido en el futuro.
Si pensamos más ampliamente en la “Abstracción negra”, nos vienen a la mente pintores como Alma Thomas, Norman Lewis, Jack Whitten, Ed Clark, Alvin Loving, Peter Bradley, Sam Gilliam, Stanley Whitney y Howardena Pindell. El relato más habitual acerca de este canon de modernistas negros es que, en los años sesenta y setenta, fueron doblemente marginados por el separatista Black Arts Movement (Movimiento de las Artes Negras), al que no le servía de nada el arte que no telegrafiara enérgicamente la identidad de su creador, y por la corriente artística blanca, liberal, comercial y académica dominante1. Cualquiera que sea la verdad de esta narrativa (muchas de estas figuras, por ejemplo, disfrutaron de un éxito considerable antes de ser “redescubiertas” por el mercado, que dio lustre a sus historias2), es innegable que su devoción por el arte no representativo supuso un desafío significativo para las estructuras del mundo del arte de la época. Tal y como escribió el historiador del arte Darby English en su libro 1971: A Year in the Life of Color (2016), “los textos de historia del arte que abordan a los modernistas negros tienden hacia la particular determinación de reconciliarlos con la misma ideología de la que escapaban sus prácticas3. English trabaja eficazmente para corregir este desequilibrio, defendiendo en su lugar la posición mantenida por artistas influyentes como Bradley, para quien “el modernismo funcionó como una formación ampliamente multicultural, una frágil comunidad de iguales donde las líneas de afiliación diferían significativamente de la vida pública”4.
Durante los años de la administración Obama, muchos comentaristas de izquierda y derecha respondieron a la elección del primer presidente negro de la nación refiriéndose a un Estados Unidos “posracial”. El término, que ahora suena fantasioso, apareció por primera vez en la década de 19705 y encuentra un eco en el concepto artístico de “posnegro”, que la curadora Thelma Golden aplicó a los artistas de su trascendental exposición Freestyle [Estilo libre], montada en el Studio Museum de Harlem en 2001. En la introducción de su catálogo, escribió que se trataba de “artistas que se mostraban obstinados a la hora de no ser etiquetados como artistas ‘negros’, aunque su obra estuviera impregnada, de hecho, profundamente interesada, en redefinir las complejas nociones de la negritud”6. Más bien, estaban comprometidos con la reivindicación de sus subjetividades particulares, junto con todos sus heterogéneos intereses e influencias. Mark Bradford, Jennie C. Jones, Julie Mehretu y Rashid Johnson se encuentran entre los artistas incluidos, cuyo trabajo sigue siendo un precedente importante para muchos de los artistas actuales que exploran la abstracción, incluso si el momento cultural del que surgieron, décadas antes de las emergencias de la presidencia de Trump y la mayor visibilidad de las realidades de la brutalidad policial, es marcadamente diferente.
Cabe señalar que el hecho de que un artista se niegue a identificarse a través de su arte no equivale a que se niegue a identificarse en absoluto. El pintor Spencer Lewis, residente en Los Angeles, me dijo que, aunque tiende a no discutir cuestiones relacionadas con la identidad (“¿Qué gano yo hablando de raza con los blancos?”, pregunta: “No tengo por qué educar a la gente”), tampoco negaría nunca la importancia de su negritud para su obra: “Es lo que soy”. Lewis realiza grandes y desprolijas pinturas abstractas en gruesas costras de pintura acumuladas sobre peludas superficies de yute. A veces pega pequeños montoncitos o madejas secas de pasta de papel al lienzo pintado. Recientemente, les ha añadido lápices amarillos de gran tamaño, de unos treinta centímetros de largo, que se pueden mover por el lienzo soltando los imanes fijados a sus cuerpos. Las pinturas son sinceras, ingenuas y vitales.
Le pregunté a Lewis si para él la abstracción representa una forma de libertad. “Me interesa la libertad económica”, respondió rotundamente. “Vengo de una familia en la que lo importante es sobrevivir. En Estados Unidos, lo que me preocupa cuando se trata de raza son los niños negros asesinados por la policía. No me preocupa tanto la pintura, ¿no? La mayoría de la pintura es solo para los ricos”. La franqueza de Lewis resultó arrebatadora. Comencé esta línea de investigación con la corazonada de que la imposición de una identidad racial reconocible para el artista suele ser un mecanismo de explotación en un mercado del arte corrompido en el que la diversidad no es más que otro argumento de venta. Lewis reformuló el argumento, de forma que la culpa no era tanto del mercado en sí como de los liberales blancos que operaban alegremente en su seno.
¿Por qué no iban a intentar los artistas de color obtener cualquier ventaja posible en el mercado sobre sus colegas blancos? Además, en los últimos años la demografía de los protagonistas de ese mercado —galeristas y coleccionistas— se ha ido diversificando gradualmente. “En cierto modo, esta conversación no es, en sí misma, productiva para mí”, continúa Lewis. “La conversación debe versar sobre las cuestiones estructurales”. Esas cuestiones no se resolverán por artistas mismos, independientemente del aspecto que tengan sus obras o de cómo se incriminen. En el aquí y ahora, como dice Lewis, “el juego está en que te vendan, no en que te cuenten”.
Con el tiempo, por supuesto, las vicisitudes y desigualdades del mercado serán olvidadas o (esperemos) rectificadas, y lo que quedará será la obra, se haya vendido en privado o no. Ghuloum me expresó un sentimiento compartido por muchos de los artistas con los que hablé, relacionado con su reticencia a vincular el significado de su obra a una narración biográfica contemporánea: “Pienso en la obra resistiendo al tiempo”.
Esta ensayo se publicó originalmente en Carla número 35.