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Más allá de la devastación de la enfermedad en sí, el coronavirus ha alterado las rutinas que antes nos mantenían sanos y cuerdos. Resulta que el aislamiento, la incertidumbre omnipresente y la tristeza exacerban los males cotidianos —dolores de espalda, migrañas, rigidez en las extremidades— y que cuidar de nuestro propio cuerpo resulta difícil mientras vemos cómo se desmorona el mundo. No me interesaban tanto las modas pasajeras de los famosos sobre el estado físico hasta que el condado de Los Angeles prohibió temporalmente el senderismo, más o menos al mismo tiempo que el trabajo por cuenta propia empezó a agotarse. Y, aunque es incómodo dejarse seducir por una moda, verse arrastrado completamente, yo —como muchas— empecé a probar diferentes métodos de ejercicio disponibles virtualmente con una urgencia alarmante.
Los métodos más publicitados suelen llevar el nombre de sus fundadores y se convierten en líderes de culto de forma casi descarada: el animado pero fervoroso Body By Simone; el menos animado pero más fervoroso Tracy Anderson Method, aunque The Class [La clase] de Taryn Toomey (el que finalmente me convenció) eliminó el nombre de Toomey de la marca oficial en enero de 20211. The Class tiene una estética muy cuidada y una producción impresionante. En sus fotos, las profesoras van vestidas de blanco, gris o beige y flotan en el aire, en medio del movimiento, o con las manos en el corazón o cerca de él (los entrenamientos implican muchos saltos y sujeción del corazón, siempre realizados con elegancia por cuerpos ágiles en la pantalla). Las fotos parecen haber sido tomadas en lofts con grandes ventanales, inundados por la intensa luz del sol de la tarde. Las instructoras brillan de forma sexy y monástica.
Durante las clases virtuales, la calidad del sonido es inmaculada —la banda sonora va de Rihanna a Sylvan Esso— y los instructores se mueven solos al ritmo, en salas casi desnudas, con solo una esterilla de color neutro en el suelo y una gran vela blanca colocada cerca de la parte superior de la esterilla. Los instructores suelen vestirse a juego con la habitación, normalmente con ropa de entrenamiento neutra y bien ajustada, con la óptica prístina contrastando con la calidad improvisada de mi propio espacio (una alfombra apartada torpemente y la esterilla colocada entre la cómoda y la cama hecha a toda prisa). Comparten tópicos sobre cómo profundizar en una misma, invitando periódicamente a las estudiantes a hacer ruidos guturales como una especie de liberación. Un artículo del New Yorker, que se publicó con motivo de la inauguración en 2017 del estudio de The Class en Tribeca, se titulaba descaradamente “Taryn Toomey te hará gritar”.
Algo tiene esta combinación de estética mínima y controlada, las bandas sonoras pop e indie y las trivialidades de autorrealización que me inducen a hacer una hora de cardio mixto casi a diario. Me he vuelto curiosamente agradecida a este grupo de instructores, que a menudo son las únicas personas, además de mi pareja, que me hablan durante el día —animándome a mí y a un número desconocido de personas a movernos cuando estamos casi siempre inmóviles y solas—. He llegado a confiar en ellos y empiezo a entender la forma desconcertante en que el fitness se convierte en algo espiritual2. (Después de asistir a una clase con Toomey en una conferencia, el columnista de Business Insider Adam Lashinsky calificó la experiencia de “parte Club de la lucha, parte [experiencia] religiosa”3). La separación de otros cuerpos y la creciente necesidad de escapar de mis ansiosos pensamientos me hicieron susceptible a The Class, con su calculado equilibrio entre la expresión libre y el movimiento controlado. Pero la forma en que su sorprendente y bien elaborada atmósfera se infiltró en mi vida me hizo pensar en el espacio que la vida pandémica abre para diferentes experiencias estéticas —y finalmente me empujó a buscar artistas que utilizan el movimiento y la participación como sus medios, tratando el movimiento más como una herramienta de excavación que como un producto.
Unos meses después de empezar a hacer The Class, me uní al grupo de Facebook en busca de una lista de reproducción que un instructor de The Class había prometido publicar. En Facebook, me encontré con aficionadas a The Class, en su mayoría mujeres, que se hacían preguntas sobre el calzado, la dieta y su suelo pélvico después del parto y algunas ofrecían consejos para participar cuando no podían moverse completamente, o en absoluto. Los hilos de discusión estaban llenos de un deseo de validación y de comunidad mucho mayor que el que podría satisfacer cualquier régimen de fitness, por muy espiritualizado u holístico que fuera. Una mujer deseaba que las clases fueran más estimulantes desde el punto de vista intelectual; otra, que los instructores hablaran menos para poder perderse más en la experiencia. Un hilo de conversación sobre cómo otros entrenamientos estaban copiando las metodologías de The Class me recordó lo importante que es la apropiación en la cultura popular de los entrenamientos. Los derivados de Barre proliferan, y Simone De La Rue comenzó Body By Simone después de trabajar para la gurú del fitness Tracy Anderson; los movimientos de Anderson, muy repetitivos, también se trasladan a The Class, al igual que algunos métodos de yoga Kundalini, algo que Toomey ha dicho que no era intencionado4. Incluso el lenguaje utilizado por los gurús del fitness evoca la teoría somática y el vocabulario orientado al proceso y al sentimiento de formas como el intuitivo y expresivo Movimiento Auténtico. Tracy Anderson dijo recientemente que hacer ejercicio es “un milagroso y mágico tiempo para procesar”5, mientras que Taryn Toomey le dijo a Gwyneth Paltrow que The Class es “una práctica en la que utilizamos la intensidad en el cuerpo físico para reconocer cuándo estás en pensamiento, cuándo estás pensando y cuándo estás en tu cuerpo”6. Sin embargo, al no rastrear nunca explícitamente el origen de ese lenguaje, hacen que sus metodologías parezcan felizmente autocontenidas y sin complicaciones, asegurando que cada nuevo derivado pueda venderse como innovador. La exclusividad vende, a pesar de que las conexiones mente-cuerpo-tierra son formas antiguas de conocimiento (que los creadores de tendencias occidentales han pasado el último siglo “redescubriendo”). Nada es tan ahistórico o apolítico como podría parecer cuando un humano bellamente tonificado en la pantalla de tu portátil te exhorta a “permanecer en tu cuerpo y respirar” mientras haces interminables elevaciones de piernas.
No es de extrañar que los artistas, bailarines e intérpretes cuyo interés por lo somático se basa en la investigación y la experimentación —y tal vez demasiado idiosincrásico como para estar de moda— tiendan a dar a la historia y al legado un espacio deliberado y sin prisas en su trabajo. En el pasado, asistí periódicamente a talleres de movimiento dirigidos por artistas o bailarines, pero solo se me ocurrió asistir a talleres de movimiento virtuales cuando vi uno en una lista de próximos eventos artísticos locales y me pregunté si estos formatos más estudiados y menos orientados a objetivos ofrecerían una oportunidad de sentirme físicamente conectada conmigo mismo y con los demás fuera de la estética conformista de la cultura del entrenamiento. El movimiento, más que otros medios, tiene una larga historia de uso del formato de taller participativo y colaborativo. Artistas como Anna Halprin, Simone Forti y Pauline Oliveros7 hicieron de la participación un elemento central de su trabajo y han influido en artistas más jóvenes como Marbles Jumbo Radio, Hana van der Kolk, Elana Mann y Emily Mast, con muchas de las cuales me he movido a lo largo de los años.
A menudo salí de estas experiencias contenta de haber superado mi propia ansiedad social por un rato, aunque a veces eso resultaba un reto. Recuerdo un taller de 2016 con Forti en el que hice una serie de ejercicios al lado de un hombre de unos 20 años, que no paraba de corregirme —aunque sinceramente— y estas correcciones aún dominan mis recuerdos de la experiencia; en un taller de 2014 con van der Kolk, recuerdo que me ajusté nerviosamente la falda mientras rodaba por el suelo. Ahora, en la era de los zooms infinitos, puedo simplemente apagar el video de mi dispositivo si me siento cohibida mientras intento transformarme en un guijarro (como en un reciente taller con la artista Marbles Jumbo Radio organizado por Pieter Performance Space en Los Angeles) o arrastrarme por mi habitación (como durante un taller de BodyMind Dancing con la terapeuta de movimiento somático Martha Eddy). Aunque fue el peaje del aislamiento lo que me llevó a estos talleres en primer lugar, la oportunidad de hacerme temporalmente, virtualmente invisible mientras seguía participando me permitió involucrarme más plenamente en la incertidumbre y el desorden comunitario de estas experiencias. Desde casa, abrazar el movimiento de esta manera me pareció útil —como escribir un diario antes del desayuno—, una forma de dar prioridad a una cierta falta de guion que contrasta fuertemente con los movimientos y la energía predecibles de The Class.
Normalmente, Movement Research, un laboratorio de danza y movimiento, organiza talleres MELT cada verano e invierno en persona en New York, pero la pandemia obligó a programar en línea, haciéndolo accesible a los que estamos ubicados en otros lugares. Al principio de su clase de MELT, que tituló Home Launch, la artista, activista de la cultura de la discapacidad y académica Petra Kuppers nos pidió que hiciéramos un “nido” como plataforma de lanzamiento para los viajes oníricos, los trances y las danzas colaborativas intuitivas que emprenderíamos a lo largo de nuestro tiempo juntos —una semana de reuniones de una hora al día—. Mi nido era una esterilla de yoga sobre una alfombra, pero otros parecían acurrucarse en camas o sofás. Kuppers tiene un estilo de moderación tranquilo y cómodo, fruto de años de práctica. The Olimpias, el grupo de actuación que cofundó en Gales en 1996, invita a menudo al público a participar en sus actuaciones (“no hay realmente una posición de público”, ha dicho Kuppers sobre las acciones de The Olimpias; “como que entras y lo haces”8). El grupo se autodenomina “colectivo de artistas discapacitados” —Kuppers baila desde una silla de ruedas— y crea talleres y oportunidades para que las personas con diferencias cognitivas, físicas o emocionales se muevan juntas. Al dirigir Home Launch, Kuppers no hizo ninguna suposición sobre lo que un cuerpo puede o debe ser capaz de hacer, un enfoque que nos invitó a todos los asistentes a deshacernos de las expectativas de nosotros mismos y de los demás. También se aseguró de hacernos saber a los asistentes que había tomado prestados ciertos ejercicios y términos de otras personas —amigos, antiguos colaboradores e influencias, como el intérprete y coreógrafo Ishmael Houston-Jones y la académica Donna J. Haraway—. Este reconocimiento hizo que el tiempo que pasamos juntos se basara en algo más grande, comunitario y complejo; los hilos de conexión se extendieron fuera de la pantalla, más allá del espacio virtual que compartimos temporalmente, tejiendo una red amorfa repleta de información que nosotros, los participantes, pudimos recorrer a nuestra propia velocidad.
De hecho, gran parte del trabajo de movimiento se define por la ausencia de un resultado preestablecido y orquestado. Antiguos miembros del Judson Dance Theater, algunos de los cuales fundaron Movement Research en 1978, estaban unidos por su interés en el proceso por encima del producto y por su aversión a la jerarquía —lo que los llevó a privilegiar el taller como método de coreografía y colaboración—. Varios participantes, entre ellos Simone Forti, Anna Halprin, Yvonne Rainer y Steve Paxton, habían estudiado y rechazado los principios de la danza moderna —Halprin desaprobaba el modo en que “un coreógrafo adopta una posición autoritaria”9, mientras que a Forti le disgustaba que iconos como Martha Graham dictaran el aspecto que debían tener los cuerpos de los intérpretes (“No me aguantaría la barriga”, escribió Forti tras estudiar en la Graham School10)—. En su lugar, adoptaron una especie de espontaneidad antiperformativa que puede hacer que los participantes se sientan inseguros de lo que acaban de experimentar. Cuando Halprin, con ochenta y muchos, impartió un taller de siete horas en la Judson Memorial Church en 2010, la crítica Claudia La Rocco describió a los participantes como maravillados por la energía de Halprin, pero decepcionados por lo poco sofisticadas que parecían las actividades improvisadas. Casi al final, la bailarina y escritora Wendy Perron preguntó si se había respondido a la pregunta planteada al principio del taller: “¿La danza marca la diferencia?”. “Bueno, eso depende de ti”, respondió Halprin. No estaba allí para decir al grupo lo que tenía que pensar, sino para compartir ejercicios y estrategias11.
A lo largo de los años, me ha resultado útil pensar en el arte como algo que es para la vida y no sobre ella, una herramienta para vivir, aunque no como una manera de superación personal. Mientras que los productos de autocuidado altamente producidos tienen que proporcionar soluciones para sentirse bien, aunque sean efímeras, el arte no tiene por qué mejorar nada de forma cuantificable. Por el contrario, el arte puede ayudar a descifrar aspectos de la vida, o hacernos sentir de otra manera. Esto puede ser difícil de recordar a veces, dada su condición de objeto comercial construido y exclusivo —aunque es más fácil de conjurar mientras se está tumbado en el suelo del salón de casa con los ojos cerrados—. Durante uno de los viajes oníricos que dirigió Kuppers, nos invitó a imaginar nuestra sangre fluyendo. La sangre imaginaria no tenía por qué ser roja, señaló, y yo imaginé mi sangre del color exacto de mi sofá dorado-amarillento, imaginando el líquido bombeando a través de sus cojines desgastados, y me encantó lo en contacto que me sentía con mi hogar, de una manera irreverente y desestructurada. Más delicioso aún era el hecho de que otros también habían buscado este tipo de unión amorfa y extraña —aquí estábamos todos, “en nuestros cuerpos” y en nuestros nidos, sobre todo para explorar lo que significaba estar aquí.
Catherine Wagley escribe sobre arte y cultura visual en Los Angeles.
Esta reseña se publicó originalmente en Carla issue 23.