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Dos veces esta semana, mientras conducía por Los Angeles, he visto a una modelo posando seguida de hombres sudorosos portando sus cámaras. La primera de ellas posaba con un bikini y un hula hoop en una calle residencial de Hollywood; la segunda se apoyaba contra un edificio de apartamentos en Sunset Boulevard con un sombrero de cowboy y unos jeans cortos. Al otro lado de Sunset, vi a una mujer que se entretenía con la escena sacando una fotografía con su teléfono. Es precisamente esta posición de observador entretenido, esperando a un paso de distancia de la mirada del fotógrafo, la que asume Cody Critcheloe en el nuevo conjunto de cuadros presentados en su espectáculo Chips [Patatas fritas] en The Gallery @. Al tomar las fotos originales, que más adelante se convertirán en muchos de los cuadros, Critcheloe se posiciona como una suerte de voyeur, mirando por encima del hombro del fotógrafo para captar sus imágenes desde un ángulo secundario que permita reflejar la artificiosidad que la cámara principal trata de esconder.
Critcheloe llega a la pintura desde “the Industry”, donde trabaja como músico, fotógrafo y director de arte. Todos los cuadros de la exhibición tienen su origen en una foto o video tomado por el iPhone del artista mientras se encontraba en el decorado de una sesión de fotos o la grabación de un video musical. Para las imágenes adicionales, Critcheloe navega por internet en busca de escenas extravagantes o imágenes fotografiadas de forma extraña —instantáneas de los paparazzi, fotogramas y fotos de familia (no la suya propia)— que incluyen un cierto humor negro que imita el voyeurismo de sus fotografías en los decorados. Al pintar estos temas, Critcheloe lleva a cabo un proceso de transferencia de la pantalla al lienzo, una capa más de eliminación voyeurística. Cuando visité la galería, le pregunté al artista por qué no mostraba las fotos originales. Critcheloe respondió que veía la pintura como una manera de hacer retoques, un photoshop analógico. La obra propone un estado de pintura en el que la cámara es una compañera esencial. El proceso de pintar queda denigrado, sirviendo como un filtro final —una manera de ecualizar los motivos de Critcheloe a través de un estilo cohesivo—. En este último paso, los personajes aparecen ligeramente modificados (varias figuras quedan empañadas por una nebulosa blanca, evocando el flash de una cámara sobre su rostro o torso; en otras, se intercambia la cabeza del propio artista por la de su personaje). Al alterar estas imágenes fotográficas, Critcheloe deniega a sus personajes la satisfacción de una existencia en la pantalla, osificándolos a cambio con la cualidad sintética del acrílico.
En cuanto a sus personajes, Critcheloe prefiere imágenes de las listas B y C —gente que ha alcanzado su celebridad a base de pura insistencia y que ha aguantado lo suficiente como para que se tome su fotografía— por encima del tipo de famoso que ya puede estar cansado de la atención fotográfica. Estas personas, todavía en los inicios de sus carreras, ansían la mirada de la cámara, lo que las convierte en sujetos mucho más atractivos que aquellos que fingen timidez —más aún si tenemos en cuenta que existe cierta perversidad divertida en su deseo por ser el centro de atención—. King Princess, la ingenua lesbiana pop con palpable apetito por la fama, ha aparecido varias veces en el espectáculo. Como una niña orgullosa que ha aprendido un nuevo truco, mira directamente al espectador en Splits (KP) [Apertura de piernas (KP)] (todas obras de 2020), sosteniendo su pierna de forma casi paralela al torso. Las dos modelos de Being Blonde (side parts) [Siendo rubia (partes laterales)] parecen ser imitadores de los famosos Mike Rourke y Lady Gaga. Hacen de rubias a la perfección, su pelo de un tono platino que solo puede salir de un bote. Y ¿cuál es realmente la diferencia entre ser y jugar a ser? En otras obras, la falsa fabricación de las imágenes en pantalla se rompe al exponer lo que se encuentra más allá del encuadre. En A scene from an indie film with a big budget and a short script, disrupts The OnlyFans Economy. [Una escena de una película indie con mucho presupuesto y un guion corto desbarata La economía de OnlyFans.], un hombre permanece de pie en una sala oscurecida que se ilumina por el leve resplandor que llega de detrás de unas persianas verticales. Parece confundido, como un tío borracho que ha irrumpido en la fiesta de pijamas de su sobrina, y no muestra signos de ir a marcharse. El personaje aquí es, de hecho, el dueño de una casa en el Valley que se alquila para producciones cinematográficas. Observa y merodea alrededor de las grabaciones, obteniendo sus 15 minutos.
El extraño atractivo de los cuadros queda interrumpido por intervenciones estilísticas que distraen de la propia rareza de las imágenes y de la atención del artista hacia las anhelantes y perturbadoras miradas de sus personajes. Colgadas de las paredes, como si de un salón se tratase, la instalación de algunas de las obras imita la estructura de un storyboard diseñado para un video musical o una sesión de fotos, con algunos de los lienzos tocándose entre ellos. En otras composiciones, los personajes se ven interrumpidos con campos de color oscuro que lastran la relación a tres bandas más matizada que se da entre el sujeto, la cámara y el pintor.
La informal pieza central del espectáculo, Some Basic Instincts (Pt. 1) [Algunos bajos instintos (Pt. 1)], plasma una impactante escena de homosexualidad incipiente. Un chico joven se gira hacia la cámara, sus ojos pestañean, su brazo estirado, posando para la cámara. Su padre está desmayado en el sofá a su izquierda, mientras que en la televisión se puede ver la icónica escena de la película de 1992 Basic Instinct [Bajos instintos] en la que Sharon Stone deja ver su entrepierna. La imagen mantiene al espectador en una suspensión erótica, a pocos segundos de la revelación que la clasificará como no apta para menores de 17 años (R). En una existencia que se da entre la deslumbrante pantalla de televisión y la lente de la cámara, la estrella de cine en la pantalla y (probablemente) su madre sacando la fotografía, el chico sonríe emocionado ante el intercambio de miradas. Critcheloe disfruta en esta red de miradas, que se extienden más allá del lienzo, cuando el espectador se convierte en el observador definitivo de estos puntos de vista entretejidos, viéndolo todo.
El acercamiento de Critcheloe a la pintura parece ser la reacción ante un exceso de imágenes: como si, agotado por el constante flujo de fotografías, el artista necesitase una salida para las rechazadas. Preservarlas en pintura es un intento de darles una segunda vida, como un extraño libro de recortes que sirva para contextualizar los momentos que no se habían visto. Sus sujetos quieren ser fotografiados —hacerse virales, donde el grado de visitas y miradas se vuelve ingobernable e imposible de trazar—. Pero Critcheloe amarra a sus personajes a una imagen pintada, asegurando su inmortalidad en la pintura, al mismo tiempo que limita su viralidad digital. Aquí, hace emerger complicaciones no solo en la apariencia de sus sujetos, sino en la forma en la que son vistos.
Esta reseña se publicó originalmente en Carla issue 22.