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En Liquid Night [Noche líquida], la primera exposición individual de Chase Biado en The Pit Los Angeles, el artista radicado en L. A. abre un portal al inframundo de lo cotidiano. Al impregnar sus pinturas con elementos mitológicos y criaturas no humanas como gólems, demonios y hadas, Biado se sumerge en una “lógica de juego”1, un término que Biado y su colaboradora Antonia Pinter utilizan para describir la hibridación de la fantasía y la realidad en su proyecto A History of Frogs [Una historia de ranas] (AHOF). Aunque podría ser fácil asumir que este enfoque es una forma de escapismo, Biado emplea la lógica de juego para hacer exactamente lo contrario. Al guiar de manera lúdica su obra hacia el reino de la fantasía —“extrañeza cautivadora”2, como lo describió J. R. R. Tolkien— incita a sus espectadores a ampliar sus suposiciones sobre sus experiencias cotidianas, dejando espacio para otras formas de ser.
Sorprendentemente, cuanto más aumenta Biado sus escenas con elementos fantásticos, más se parecen los mundos de sus personajes al nuestro. Aunque las orejas de sus figuras son largas, puntiagudas y claramente élficas, por ejemplo, siempre hay una sensación de familiaridad en sus posturas, que registran emociones como el dolor, la soledad y el asombro. Por ejemplo, al contemplar la sala de estar de una elfa, iluminada por la luna en An Ant in the Valves of a Seashell [Una hormiga en las válvulas de una concha marina] (todas las obras de 2023), me sentí cerca de la figura acurrucada en una bola en el centro, no distante. Al igual que la flora de mi propia casa, una planta monstera poco regada se marchita en una esquina de la habitación, mientras que las palmeras tiemblan justo al otro lado de la ventana arqueada. Con el pequeño payaso Pierrot posado en el centro de la alfombra y la siniestra sombra que se detiene en el umbral de la puerta, está claro que se trata de un reino no humano y, sin embargo, la escena, de tonos tristes, sigue pareciendo una polaroid de un bungaló de Los Angeles. De este modo, aunque la obra de Biado emplea la lógica del juego para explorar los confines de mundos imaginarios y alternativos, al pasear por Liquid Night me sentí como en casa.
Más allá de estas puestas en escena, el uso que Biado hace del color desempeña un papel importante en la construcción de sus mundos mitológicos. Cada obra está ricamente saturada y es casi invariablemente monocromática, cada cuadro repleto de arriba abajo. Como un cineasta que utiliza el color para reforzar un sentimiento o una idea, Biado transmuta emociones como la vergüenza, la falta de rumbo y el miedo en escarlata, añil y esmeralda, atrayendo a sus espectadores hacia los complejos estados interiores de sus figuras.
Los lienzos casi sobresaturados de Biado evocan mundos que existen muy lejos del nuestro. El fondo de Wrote Nothing [Escribí nada], por ejemplo, está pintado casi exclusivamente en un amenazante azul oscuro. La figura desnuda del primer plano, cuyos ojos se cierran ligeramente en contemplación, se absorbe en la pared que tiene detrás —una poderosa representación visual del modo en que las emociones pueden deformar nuestra experiencia del tiempo y el espacio—. Con su insistencia en las paletas monocromáticas, los cuadros de Biado actúan como portales hacia estados psicológicos del ser que, de otro modo, suelen pasar desapercibidos.
En Little Hope [Pequeña esperanza], otra figura de elfo desnudo, esta vez de piel color vino, se sienta en el borde de una pared de ladrillo. Junto al elfo descansa una botella verde vacía y un diminuto payaso que frunce el ceño y se encorva. Acentuado por un melancólico cielo rojo, todo el cuadro está embriagado de tristeza —las colinas más allá yermas, las flores marchitas— y todo ello pesa sobre los hombros arqueados del elfo. La languidez de la figura es tangible. Aunque hay muchas maneras de visualizar la melancolía, el uso dramático que Biado hace del color y la fantasía abren una puerta para que el espectador empatice plenamente con las figuras de su obra. Especialmente porque la apariencia de estas figuras ficticias trasciende significantes como la raza, la clase y, en la mayoría de los casos, el género, el reino mágico de los cuadros de Biado representa un punto de entrada universal a la extensión de la emoción humana.
En The Right Now That’s Ever Changing [El ahora mismo en continuo cambio], una sencilla figura élfica parece atrapada en el solitario resplandor de una lámpara de techo, una isla en el por lo demás pálido pasillo del metro —sus brazos están bloqueados a los lados, sus ojos en blanco—. Aunque hay otras dos figuras en el cuadro, Biado capta con precisión la sensación de estar completamente solo. Por supuesto, el azul claro no es exclusivamente el color de la soledad, pero el uso específico que hace Biado de un azul frío y sin vida, acentuado por un verde neón casi amarillento, agudiza la aparente falta de rumbo de la figura. A medida que resuenan estas señales emocionales, la extrañeza de las fantasías de Biado se disuelve y la distancia entre sus figuras y yo se acorta. Su obra me absorbe.
Aunque muchos de los cuadros de Liquid Night se adentran en los extremos del registro emocional —rechazo, desesperación— otros investigan los momentos tranquilos que llenan el resto de nuestras vidas. La elfa de Night Red [Rojo noche] se cierne en la puerta de un cuarto de baño rojo caramelo, apretando la toalla contra su pecho. Las paredes carmesí y su postura asustada sugieren miedo, más que melancolía. Sus ojos, de un blanco lechoso, miran fijamente al espectador —y, al parecer, ella se da cuenta de que tú te fijas en ella, como si fueras la aparición—. A primera vista, este momento no tiene nada de sublime ni de sobrenatural y, sin embargo, Biado ha representado la inquietante sensación de estar solo en una casa vacía.
Esta es la magia de la obra de Chase Biado: no son, en sí, sus imaginativas representaciones de reinos extrañamente familiares, sino el fruto de sus exploraciones en las profundidades, a menudo incómodas, de la mente. Para Biado, el simbolismo dramático y mitológico y la lógica del juego son medios para un fin concreto, herramientas que utiliza para explorar los altibajos de la experiencia humana, por mundanos que parezcan esos momentos.
Esta reseña se publicó originalmente en Carla número 33.