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Los artistas han tenido fijación por los caballos desde que salía el sol en las pinturas rupestres de la Edad de Piedra. Milenios más tarde, en 1819, Lord Byron plasmó en su epopeya Mazeppa la irresistible mezcla de fiereza y nobleza que tan a menudo se asocia a los caballos. Al principio del poema, el héroe cosaco Iván Mazeppa aparece desnudo atado a un temible corcel salvaje, listo para ser arrastrado por Ucrania como castigo por su infidelidad. Como el propio Mazeppa, el caballo es un paria castigado por su falta de moderación:
“Que traigan el caballo” Exclamó el conde.
Se trajo el caballo.
Y en verdad que era un noble corcel,
nacido en el país de Ucrania,
cuyos miembros parecían dotados de la vivacidad del pensamiento:
era montaraz, tan montaraz como los gamos de los bosques,
en donde había sido apreciado el día anterior,
sin que hubiese sentido nunca la influencia
de la espuela ni del bocado—1
La articulación que hace Byron de las características contrapuestas de integridad y degradación del caballo ilumina cualidades clave asociadas a los caballos en las culturas occidentales desde la antigüedad. Los caballos no solo tienen identidades nacionales, sino que poseen la inteligencia y la musculatura extra animal necesarias para conquistar vastas extensiones de tierra. Los caballos también nos guiaron hacia la modernidad industrial: en la década de 1770, el término “caballo de fuerza” se empleó como un truco de marketing para comparar la fuerza generada por las nuevas máquinas de vapor con la potencia más conocida de los caballos de tiro2. Ya sea un caballo salvaje, un caballo de guerra o un caballo de trabajo, la fuerza bruta, la resistencia y la capacidad de instrucción de los animales se les ha atribuido lo suficiente como para que géneros enteros —el ecuestre y el western— se hayan consolidado en torno a su peso simbólico. En las culturas visuales dominantes, los caballos suelen significar el poder político, la destreza física y la libertad que tales cualidades otorgan a los vencedores de la historia. Este enfoque es evidente en los retratos imperiales realizados durante el Renacimiento, como el Equestrian Portrait of Charles V [Carlos V en la batalla de Mühlberg] de Tiziano (1548) y Napoleon Crossing the Alps [Napoleón cruzando los Alpes] (1801) de Jacques-Louis David, y en los monumentos del siglo XX a los Estados confederados, como el Monumento a Robert E. Lee en Richmond, Virginia, que se instaló en 1890 y se retiró en 2021. Pero estas expresiones equinas de libertad son arriesgadas y dependen tanto de un riguroso dominio del cuerpo del caballo como de la subyugación de las clases no dominantes.
Desde 2015 se han retirado más de 140 monumentos confederados en Estados Unidos, muchos de ellos con caballos, en reconocimiento de sus vínculos ideológicos con la supremacía blanca3. Sin embargo, incluso cuando estas estatuas desaparecen de la vista pública, una proliferación de tropos ecuestres y del Oeste ha saturado nuestros medios de comunicación. Las vaqueras y los vaqueros abundan en el imaginario cultural estadounidense, desde las campañas de moda de Wrangler, Cynthia Rowley y Helmut Lang, hasta “Old Town Road” (2019) de Lil Nas X, Nope [¡Nop!] (2022) de Jordan Peele, y series de televisión como Yellowstone (2018–presente) y la nueva versión de Westworld (2016–22)4. Y aunque muchos de estos usos recientes de la imaginería equina son meras regurgitaciones de los viejos tropos de la feminidad domada, la masculinidad ruda y la ansiedad de frontera, recientemente una nueva cohorte de artistas contemporáneos se ha acercado al caballo y sus géneros con una renovada criticidad. Estos artistas contemporáneos exploran el caballo como figura asediada por el poder y el control, revelando y resistiendo los sueños de conquista que suele significar.
La imaginería ecuestre histórica describe a menudo el poder que nace de un vínculo humano-animal, pero pasa por alto los rigurosos rituales de entrenamiento y refinamiento que lo hacen posible. En los retratos pintados por Sarah Miska de la cultura ecuestre contemporánea, tanto los humanos como los animales practican la doma5. Sus cuadros, elaborados con escrupulosa atención al detalle, presentan representaciones muy recortadas de los peinados de humanos y caballos. La composición de Rider with Blue Helmet [Jinete con yelmo azul] (2021) se centra en un pulcro moño de ballet, doblemente envuelto en un coletero de seda y adornado con una serie de relucientes joyas. Ni un solo mechón está fuera de lugar en el apretado peinado, como si el moño fuera un objeto precioso en un cuadro holandés de vanitas de excesos terrenales que pronto perecerá. En Brown Twisted Tail [Cola retorcida marrón] (2022), Miska se centra en la cola de un caballo trenzada. El pelo se enrolla sobre sí mismo, formando un nudo cerca de la base de la cola. Más que la composición de Rider with Blue Helmet, que podría haber sido sacada de un anuncio o de un tutorial de peinados caseros, esta imagen de los cuartos traseros de un caballo es extraña y algo grotesca. A lo largo de la obra de Miska, sus composiciones desnaturalizan la estricta gestión de la apariencia de jinetes y caballos. Su atención a esos pequeños momentos de disciplina —la perfecta envoltura y el adorno del pelo— sugiere cómo los poderes externos moldean los cuerpos de sus sometidos. Dadas las restricciones que impone la hípica a la presentación, no es de extrañar que los utensilios ecuestres, como las robustas botas, los cinturones y los estribos, sean algunos de los objetos fetichistas más emblemáticos de la autoridad.
Las prácticas de la doma fueron de especial interés para una camarilla de críticos culturales marxistas de mediados de siglo, que comparaban el condicionamiento del sujeto capitalista con la inculcación de obediencia y flexibilidad a un caballo amaestrado6. La teoría de la doma de Henri Lefebvre postula que “los humanos se doman como animales. Aprenden a sujetarse. La doma puede llegar muy lejos: hasta la respiración, los movimientos, el sexo. Se basa en la repetición”7. La repetición, por tanto, codifica ciertas formas de ser y convierte el comportamiento aprendido en una segunda naturaleza. Sin embargo, cuando se utiliza como herramienta estética, la repetición puede inducir el efecto contrario: la desfamiliarización (pensemos, por ejemplo, en lo extraña que puede sonar la palabra “concreto” cuando se pronuncia en voz alta 50 veces seguidas). Una escena del video Silent Spikes [Pinchos silenciosos] (2021) del artista Kenneth Tam muestra a un hombre asiático en un plató, iluminado desde arriba y vestido con jeans y botas de cuero marrón, con una bandana alrededor del cuello y un sombrero de vaquero en la cabeza. Con los ojos hacia abajo y ajeno al mundo exterior y mucho menos a la cámara y al espectador, tuerce el cuerpo con movimientos giratorios y circulares, con una mano en el aire como si montara un toro mecánico. La repetición de esta representación de la masculinidad —los golpes de cadera, la doma de un animal imaginario— confiere al gesto extrañeza y humor, además de una suave sensualidad: el sujeto del video parece un correlato masculino de la bailarina de cuerda de un joyero. Además, una voz en off narra en cantonés los sucesos de una fracasada huelga laboral de 1867 en el Transcontinental Railroad [Ferrocarril Transcontinental], recordando a los espectadores que la ruda vida de la frontera de los cowboys estadounidenses fue posible gracias a la explotación laboral de los trabajadores chino-americanos8. En su réplica al estoicismo rudo del vaquero americano, Tam se embarca en una especie de antidoma, utilizando la repetición para revelar la antinaturalidad del habitus del vaquero y narrar una resistencia a las hazañas de la expansión del Oeste.
El caballo y sus géneros no solo nos enseñan cómo los cuerpos individuales son moldeados y manipulados por fuerzas sociales y políticas mayores, sino que también dan expresión a mitos nacionales más amplios. Uno de estos mitos —la blancura del vaquero como figura por excelencia de la libertad y la nobleza— se manifiesta en casi todas las representaciones del Oeste americano, desde una búsqueda en Google del término “vaquero” hasta los inquietantes animatrónicos que se encuentran en los pueblos del Viejo Oeste. En realidad, se calcula que uno de cada cuatro vaqueros estadounidenses del siglo XIX era negro y a menudo trabajaba como vaquero encargado de domar a los caballos más revoltosos9. Black Cowboy [Vaquero negro], una exposición de 2016 en el Studio Museum de Harlem, curada por Amanda Hunt, ofrecía una visión de la historia encubierta del Oeste americano, así como una exploración de las culturas contemporáneas de los vaqueros negros. En la fotografía Cowboys [Vaqueros] (2014) Deana Lawson capta desde un ángulo bajo a dos jinetes, que los enaltece con un sorprendente flash. Los hombres emergen de una noche negra como el carbón, con los rostros parcialmente oscurecidos por un sombrero vaquero y un pañuelo, impregnando la escena de estoica intensidad. Y Wildcat [Gato montés] (2013), el video monocanal en blanco y negro de Kahlil Joseph, muestra un rodeo negro anual en Grayson, Oklahoma, en una icónica y contemplativa cámara lenta. Los jinetes se retuercen, caen y saltan de los contorsionados cuerpos de sus caballos con una seriedad y una grandeza barrocas. Si los ensayos de fanfarronería vaquera de Tam rompen el arquetipo del vaquero, Lawson y Joseph lo reconstruyen, aprovechando sus asociaciones con el poder y la destreza para asociar a sus sujetos con una agencia de la que históricamente han sido despojados.
Chandra McCormick profundiza en la relación entre la negritud y el western, estableciendo una conexión entre la condición de la masculinidad negra en Estados Unidos y la “doma” de caballos salvajes. Su fotografía Angola Penitentiary, Men Breaking Wild Horses, Louisiana State Prison Rodeo [Penitenciaría Angola, Hombres domando caballos salvajes, Rodeo en la Louisiana State Prison] (2013), también expuesta en The Studio Museum y que forma parte de una serie fotográfica que documenta a los reclusos de la Penitenciaría Estatal de Luisiana de máxima seguridad (llamada “Angola” por la plantación de esclavos que antiguamente ocupaba el terreno)10, muestra a un grupo de reclusos cubiertos de polvo mientras utilizan bridas para dominar la fuerza bruta de varios caballos. Durante este rodeo, unos 10 000 espectadores —que, en la fotografía de McCormick, son abrumadoramente blancos— se reúnen para ver a los reclusos participar en un ritual que guarda una sorprendente similitud con las duras condiciones de trabajo impuestas a los esclavos y, más tarde, a los vaqueros negros11. La figura del vaquero no solo representa la libertad, sino también sus costos. En este caso, Angola presenta la liberación temporal de los presos de sus celdas como un momento de celebración y heroísmo, al tiempo que reafirma su falta de autonomía. Las condiciones de los caballos de la fotografía son paralelas a las de los presos: sus ataduras físicas y su encierro en una arena circunscrita son las condiciones previas de un perturbador deporte para espectadores.
Mientras que estos artistas utilizan las convenciones ecuestres y del Oeste para explorar los vínculos ideológicos del caballo con el poder, Dominique Knowles despoja por completo al caballo de las narrativas de conquista. En su reciente exposición My Beloved [Mi amado], en la Hannah Hoffman Gallery, Knowles liberó la relación hombre-caballo de las estructuras de gestión, dominación y coacción, convirtiéndola en un lugar de encuentro religioso. Una serie de paisajes azotados por el viento, algunos de los cuales adoptan la forma de retablos por su estructura de tríptico, rinden homenaje al caballo del artista, recientemente fallecido. El caballo aparece en algunas obras solo como una sombra amorfa, y en otras no está representado directamente en absoluto. The Solemn and Dignified Burial Befitting My Beloved for All Seasons [El entierro solemne y adecuado para mi amado para todas las estaciones] (2023), una abstracción giratoria atiborrada de tonos marrones y rojizos, encarna la perspectiva cambiante de un caballo en movimiento. Un cuadrado adicional emerge del borde superior del cuadro, donde se colocaría una deidad en un retablo, pero que aquí solo presenta una neblina verdosa. Knowles extrae al caballo de su contexto habitual —un cuerpo musculoso que atraviesa un amplio terreno con fuerza— para representar en su lugar la sublime atmósfera que lo rodea como un campo de color frenético.
La combinación que Knowles hace de los géneros del Oeste, devocional y romántico, podría entenderse como lo que la crítica cultural Lauren Berlant ha denominado “agitación de género”, un modo de gestionar la discordancia entre los ideales incrustados en un género y la transfiguración de esos ideales en la vida ordinaria12. La masculinidad del vaquero, que cabalga por las llanuras con su arma a cuestas, se desintegra en los cuadros contemplativos de Knowles, que prefieren la suavidad a la violencia y el luto al triunfo. “Los géneros”, escribe Berlant, “proporcionan una expectativa afectiva de la experiencia de ver cómo se desarrolla algo, ya sea en la vida o en el arte”13. Por tanto, los géneros del western y de la hípica no son solo una cuestión semántica, formada por una rúbrica de convenciones visuales y narrativas repetidas, sino también estructuras de sentimiento que guían la forma en que procesamos el mundo exterior y nuestro lugar en él. Ya sea desafiando las convenciones estéticas de composición y representación del western, como en la obra de Miska y Tam, o revelando la hipocresía incorporada a la lógica del género, como en la obra de McCormick y Joseph, los artistas contemporáneos que trabajan con motivos equinos no resucitan viejos géneros, sino que los implo-sionan. En un mundo cambiante —caracterizado, en parte, por la extinción de una mentalidad de frontera esperanzada en una expansión económica y territorial sin límites—, los modismos y la lógica de nuestros géneros también deben cambiar. La escultura ecuestre se resquebrajará; el jinete se caerá del caballo.
Esta ensayo se publicó originalmente en Carla número 33.