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La última vez que vi la obra de Urs Fischer fue a mediados de 2019. Se trataba de PLAY (2018), una pieza de escultura, danza y animación en la que nueve sillas de oficina se movían por las galerías de Jeffrey Deitch. La fiesta de baile robótica contaba con la ayuda de una red de cámaras que procesaban y predecían cómo los asistentes a la galería se relacionaban con el mobiliario y de la coreógrafa Madeline Hollander, que introdujo la sensación humana del azar en los movimientos de las sillas computerizadas1. Pero el aspecto más curioso de PLAY es que las sillas estaban programadas para aprender continuamente de sus movimientos e interacciones con el público: estaban aprendiendo a jugar, perfeccionando sus actuaciones sobre la marcha. La inteligencia artificial estaba dando un giro brusco a la teoría de la interpretación2. Por supuesto, me enganché.
No puedo anticipar el mismo entusiasmo sobre Denominator [Denominador] (2020–22), la más reciente incursión de Fischer en Los Angeles presentada con Gagosian. En lugar de sillas, Fischer ha centrado su teatro algorítmico en anuncios de televisión, imágenes basadas en historias que promocionan productos que creemos necesitar. Instalado en el interior de un antiguo banco Wells Fargo en North Camden Drive, Beverly Hills (sede temporal de exposiciones de Gagosian), Denominator es un montaje interminable de anuncios entresacados de las redes sociales y la televisión que se remontan a la década de 1950, cuando los televisores en color llegaron por primera vez a los hogares estadounidenses3. Fischer y su equipo buscaron en YouTube (donde se puede acceder a muchos anuncios) y TikTok, y archivaron inicialmente 70 000 anuncios de todo el mundo. El artista sometió estos anuncios a algoritmos de aprendizaje automático (por ejemplo, modelos entrenados en CLIP), que utilizaron código personalizado para recortar y clasificar los anuncios por contenido, color y composición4. Presentada como un diluvio de imágenes deconstruidas, la sensibilidad chambona de Denominator se desvía de la publicidad producida en masa en cuanto a que no hay un público claro en mente. ¿Qué es lo que se vende entonces? Nada nuevo más allá de lo que ya existe en el éter. Esta es en parte la razón por la que mi entusiasmo por Denominator vacila en relación con PLAY. Mientras que esta última obra evocaba una extraña sorpresa, si elimino la magistral, aunque tópica, narración de los anuncios de televisión, lo que Denominator regurgita son semblanzas de spam de imágenes que, en última instancia, generan el mismo impulso consumista5.
En cuanto a su forma, Denominator cautiva: la pieza es un colosal cubo de monitor de video de 12 pies que reproduce su metraje vertiginoso en todas sus superficies visibles. Los anuncios aparecen en fragmentos incompletos, completamente despojados de su contexto comercial original. En una secuencia, un lindo gato se agacha ante un tazón cerca de otro clip de un jugador de tenis con una camisa blanca, su espalda alejándose de la cámara en un eco del felino agachado. Otros anuncios de gatos, como el comercial “Mjau Mjau Mjau Flygresor.se”, rodean inexplicablemente al jugador de tenis. Lo que obtienes es un montaje de anuncios visualmente cautivador que “te absorbe físicamente”, de tal manera que “nuestros ojos son casi constantemente atraídos por la pantalla”6. Sin embargo, lo cautivador se convierte en lindo, caótico y luego visiblemente confuso. Es todo muy extraño y alocado, si entendemos la definición de la teórica Sianne Ngai de alocamiento como un “bombardeo físico” que se dirige hacia “extremos arduos e incluso precarios”7. De hecho, sentarse con este exceso de montajes de video no solo requiere esfuerzo, sino que también llevaría toda una vida.
Sin embargo, hay que tener esto en cuenta: Fischer quería presentar estos anuncios de un modo que restara importancia a su fuerza narrativa y se centrara en las imágenes comercializables que perduran en nuestro subconsciente; también sobrecargó intencionadamente Denominator de imágenes para que, en sus palabras, “ninguna imagen tenga la oportunidad de destacar”8. Pero optar por la edición asociativa se interpone en el camino de este objetivo último. El algoritmo no perturba este sentido visual de la prominencia. Por ejemplo, el mismo anuncio de gatos de Flygresor.se aparece dos veces en un mismo fotograma. O hay un momento en el que Denominator produce un grupo de tazas de café de illycaffé, Costa Coffee, All Café y Starbucks, todas ellas colocadas alegremente una al lado de la otra en la pantalla. Sí, estas imágenes recortadas y en colisión son versiones deconstruidas de los anuncios originales. Pero es innegable que una nueva imagen cobra protagonismo. En esta secuencia de planos, no puedo evitar pensar en el café, lo que sin querer acentúa la función económica de este paisaje pictórico. Supongo que por eso no me convence Denominator: solo produce más imágenes irrelevantes que circulan en una cultura ya sobresaturada de spam de imágenes hechas por máquinas.
En la década de 1930, Walter Benjamin comentó la “nueva objetividad” de la fotografía, que transfigura “la miseria misma [en] un objeto de placer, tratándola con estilo y perfección técnica”9. Este tratamiento se basa en lo que Benjamin denomina la “moda actual”, señalando que la fotografía puede utilizarse con fines no solo económicos, sino también políticos10. Yo argumentaría que el “nuevo” giro fotográfico de Benjamin incluiría ahora la publicidad: imágenes impulsadas por una “función económica” que “acercan a las masas elementos de los que antes no podían disfrutar”11. Denominator intenta, con cuestionable éxito, situarse al margen del placer y la política de todo ello. Pero Fischer conoce el peligro de la imaginería publicitaria: ha compartido su preocupación por que los anuncios hayan sustituido a las “imágenes que llevamos dentro”12. Sin embargo, parece que Denominator insiste en inculcar un aluvión de nuevas imágenes que, ausentes de narrativa, introducen una preocupante plétora de datos visuales extraídos de absurdos algoritmos. Si se supone que los anuncios ya son perjudiciales para nuestra imagen interna, ¿qué beneficio tiene que el público vea y codifique potencialmente estas imágenes sin sentido en la memoria icónica? Preferiría no arriesgarme a la posibilidad de iconicidad con estas imágenes.
Debido a esta insistencia, Denominator se lee menos como una parodia que como un sometimiento a las premisas de la sociedad. Una de estas es el comercio. No se me escapa que Denominator se instaló en un banco abandonado, el conducto de las actividades consumistas. Aunque aplaudo a Fischer por su alocada separación de estos anuncios de su uso acostumbrado —vender productos—, el emplazamiento del antiguo banco refuerza implícitamente la función económica de estos anuncios, reafirmando así su intención original: persuadir a la gente para que confíe ciegamente en los productos de consumo. Por el contrario, el teórico cultural Stuart Hall escribe que nuestra “forma de ver” la cultura mediatizada debe implicar “mirar detenida y directamente” la “exuberante publicidad”13. Fischer no hace posible este tipo de mirada, ya que sus algoritmos priorizan la dimensión estética sobre la social. Es decir, la sobrecarga pictórica de Denominator está estilizada, inscrita en una lógica publicitaria prexistente que se empeña en bombardearnos con imágenes televisivas estetizadas e involucionadas hasta la confusión. Y nadie tiene tiempo para eso: ya tenemos suficiente spam en nuestras bandejas de entrada.
Esta reseña se publicó originalmente en Carla número 34.