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Loon [Chiflado], la segunda exposición individual de Olga Balema en la Hannah Hoffman Gallery, inspiraba una sensación de desconfianza casi inmediata. La galería contaba con todo lo habitual: asistente en recepción, comunicado de prensa y lista de comprobación… Hasta ahí, todo bien. Aunque, después de eso, las cosas se complicaban un poco. Salvo varios pedestales, la galería parecía vacía a primera vista. Pero, de pronto, 16 piezas de plástico esparcidas por el espacio se hacían visibles, surgiendo casi como de la nada. (Para ser precisos, la muestra constaba de 16 esculturas fabricadas con láminas de policarbonato, pintura acrílica y solvente, cada una de ellas bautizadas con nombres similares e imprecisos como Loop 17 [Bucle 17] o Loop 135 [Bucle 135] (todas obras de 2023). La sospecha, sin embargo, no era el punto final de la exposición de Balema, sino solo el comienzo de la experiencia estética. Aunque la visita a esta exposición comenzaba con una sensación dudosa, Balema aprovechaba con éxito este recelo para forzar un encuentro continuado con su escultura. Sin la sospecha, el espectador podría haber perdido la sensación de intriga y el incentivo para ir más allá de las primeras impresiones y comprometerse de verdad con las obras.
Aquellos que conozcan la obra de Balema no se sentirán tan sorprendidos por la sensación de inquietud que produce esta experiencia visual. Sus esculturas suelen ocupar un espacio que apenas se registra como arte: están hechas de materiales industriales anónimos, moldeadas en formas anodinas y a menudo esparcidas por el suelo de la galería. Son minimalistas en el sentido original del término, acuñado por el filósofo británico Richard Wollheim en 1965 para caracterizar el entonces naciente movimiento artístico que se centraba en estructuras frías, sencillas, casi sin rasgos, que o bien eran “en extremo indiferenciadas en sí mismas y, por tanto, [poseían] muy poco contenido de cualquier tipo, o bien la diferenciación que [mostraban]… [procedía] no del artista, sino de una fuente no artística, como la naturaleza o la manufactura”1. En pocas palabras, el arte de este tipo privilegiaba la forma genérica y la materialidad industrial a costa del sello tradicional de la calidad de una obra de arte: la huella de la mano del artista. Balema centra su obra en preocupaciones similares, renunciando a su propio toque en busca de materiales, formas y estrategias de instalación con un “contenido artístico mínimo”2.
Pensemos, por ejemplo, en la exposición de Balema de 2019, brain damage [daños cerebrales], en Bridget Donahue, New York. De cintura para arriba, no había nada en la galería. En su lugar, intrincadas redes de bandas elásticas se estiraban tensas formando rejillas que flotaban sobre el suelo o se desplomaban en líneas laxas sobre el suelo. Dado que la obra solo consistía en los esqueléticos contornos del elástico forjando el espacio, en lugar de un cuerpo material sustantivo, la mirada del espectador siempre se llenaba más de las zonas intersticiales de la galería (especialmente el suelo), que suelen pasarse por alto, que en la obra en sí. En consecuencia, esta instalación, como gran parte de la producción de Balema, producía una extraña oscilación en la relación entre la figura y el suelo, y el objeto artístico y el espacio negativo, un gesto que simultáneamente delineaba los límites de la escultura al tiempo que abría sus posibilidades.
Las tenues formas de plástico de Loon provocan una sensación similar. Estas esculturas se presentan desnudas y despojadas de sus partes más básicas. Es casi más fácil describir cada pieza por lo que no es que por lo que es. Esto se debe en gran parte al material: como todos los objetos transparentes, el policarbonato incoloro solo puede apreciarse como resultado de su interacción con el entorno que lo rodea. Balema acentuó con maestría esta cualidad a lo largo de su instalación, donde las obras de arte perdían protagonismo en una galería que casi parecía exhibir su vacío más que cualquiera de las obras, eran los pedestales los que captaban la atención. Además, cada una de las esculturas parecía empeñada en negar su valor. Loop 70 [Bucle 70], por ejemplo, se apoyaba arrugada contra su zócalo como si se hubiera caído y no mereciera la pena reponerla, mientras que Loop 112 [Bucle 112] recordaba a la envoltura de celofán de un paquete de cigarrillos tirado al suelo. A esta escasez contribuía la fungibilidad de cada obra, ya que todas estaban hechas con los mismos materiales y parecían casi idénticas, salvo por las variaciones de escala y forma.
Y sin embargo algo delinea estas esculturas, dándoles forma y permitiendo al espectador identificarlas como entidades distintas. Las huellas del trabajo de Balema son evidentes en la forma de las láminas de plástico, sus decoloraciones inducidas por el calor y las cicatrices del solvente. Estas se apreciaban con mayor claridad en Loop 92 [Bucle 92], una masa desplomada sobre un pedestal cuyos numerosos pliegues y arrugas refractaban las luces de la galería para producir reflejos brillantes que atraían la mirada, mientras que una larga raya trapezoidal oscura y varias manchas de color ámbar quemado manchaban la superficie. Eso mismo que al principio parecía faltar en las esculturas —la mano y el esfuerzo del artista— se convierte finalmente en la condición previa para su reconocimiento. Entonces, lo que uno percibe no es la colección de obras en sí, sino las interrupciones que surcan la superficie de cada pieza, las marcas hechas por la acción del artista.
Detenerse con los Loops dio sus frutos cuando las primeras impresiones empezaron a disolverse y una comprensión más compleja fue tomando forma. Al disipar el sentido de su importancia material, las esculturas de Loon renuncian al simple encuentro entre el objeto y el espectador para poner de relieve el trabajo del artista. Lo que nos queda no es una obra de arte totalmente realizada y separada de su creación, sino un extraño espécimen en el que el proceso y la forma están siempre unidos y se experimentan simultáneamente. También esto recuerda a obras minimalistas como la de Robert Morris Box with the Sound of Its Own Making [Caja con el sonido de su propia creación] (1961), un pequeño cubo de madera con un altavoz en su interior que reproduce una grabación de tres horas y media de Morris fabricando la pieza. Pero aunque aquí también se hace hincapié en el proceso y la duración, estos quedan velados por el cubo prístino y opaco que aparece como un objeto independiente. En cambio, Balema aprovecha las cualidades del material —en este caso, la claridad del policarbonato— para producir una obra de arte realmente transparente que aprovecha su contexto para activar tanto al espectador como al entorno, visualizando las acciones y los procesos que los llevaron a ser lo que son.
Esta reseña se publicó originalmente en Carla número 33.