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Las pinturas y animaciones de Tala Madani destilan visiones inconfesables: enormes penes en erupción que abruman a quienes los manejan, hombres engullendo tartas escarchadas y retozando entre ellas, imbéciles licenciosos comiéndose con los ojos a jovencitas. En una animación particularmente potente, un embrión en fase de crecimiento observa desde el interior del útero cómo una proyección espectral de la violenta historia del mundo se despliega ante sus virginales ojos. En respuesta, el feto empuña una pistola oculta y dispara a este cine uterino, hiriendo el cuerpo de su madre, ahora estropeado por orificios luminiscentes parecidos al confeti. Aunque no es explícitamente un comentario sobre el matricidio, The Womb [El útero] (2019) representa una de las muchas referencias de Madani a las formas en que los ciclos patriarcales de violencia asolan la figura materna.
Los patriarcas suelen ser los personajes más reconocibles de Madani: estos hombres calvos, desaliñados, rollizos y semidesnudos de mediana edad mancillan sus lienzos con sus extrañas y maníacas correrías, sugiriendo carnavales desquiciados de hipermasculinidad nociva. En este contexto, sus representaciones de personajes más inocentes, como niños y bebés, generan nuevos malestares. En Blackboard (Further Education) [Pizarra (Educación continua)] (2021), una fila de escolares desfilan hacia las fauces de un gigante tendido boca abajo y emergen de su ano como graduados vestidos con togas y birretes, una visión condenatoria de la obediencia pedagógica que exigen nuestras instituciones educativas actuales. En la serie Abstract Pussies [Coños abstractos] (2013–19), una chica gigante —una niña— aparece sentada con las piernas abiertas mientras una pandilla de hombres en miniatura se reúnen a sus pies e intentan mirar por debajo de su falda. Aunque las retorcidas payasadas de los mirones varían de un cuadro a otro (en uno, todos ellos lucen vilmente unas gafas 3D), casi siempre están de espaldas al espectador, de modo que su punto de vista sea como el nuestro. Esta perspectiva compartida nos implica en sus fechorías, un hecho irritante que viola el decoro de nuestra supuesta neutralidad como espectadores, una brillante subversión por parte del artista. En su maldad, los impíos retablos de Madani son una alegoría de las perversiones desenfrenadas de nuestra cultura patriarcal, y sugieren nuestra propia complicidad.
A pesar de sus peligros acechantes, las pinturas de Madani se deleitan en su materialidad, ofreciendo interludios de placer tangible que a un tiempo embotan y amplifican los horrores que encierran. A menudo, este manejo háptico de la pintura es la clave del tono desconcertante de la obra: sus marcas resbaladizas y pegajosas a menudo revelan —o más bien se convierten en— chorros de semen, sangre, leche materna, piel, orina y heces, situando firmemente lo abyecto como un componente clave en el lenguaje de su obra. En el eminente texto de 1980 de la filósofa Julia Kristeva sobre la abyección, Powers of Horror: An Essay on Abjection, se concibe lo abyecto (sobre todo en relación con el cuerpo) como aquello que ha sido desechado y desplazado de su condición original como sujeto, trastocando su significado. Nuestros encuentros con lo abyecto, según Kristeva, despiertan estados psicológicamente disonantes de familiaridad, extrañeza, atracción y repugnancia, de forma parecida a la contemplación de un cadáver o una herida abierta1. Aquí, al representar los viscosos subproductos del cuerpo como exquisitos gestos pictóricos, Madani arrastra al espectador a este potente territorio de la abyección, separando al yo de su plano carnal y combinando la excitación estética con la repulsión.
De la gama de fluidos que Madani reproduce en su obra, es su representación de las heces, posiblemente la más vil de las excreciones corporales, la que reclama mayor atención conceptual. En su serie de pinturas y animaciones Shit Mom (2019–presente), Madani desbarata las escenas simples y serias de la maternidad deconstruyendo el cuerpo de la madre, representándola con desfavorecedoras manchas de una sórdida pintura marrón, un sustituto material de la mierda. De hecho, esta figura materna está tan cargada gestualmente de heces que se convierte en excremento: su cuerpo físico se disuelve sin piedad en el fango, un exorcismo que la convierte en una forma sombría y escatológica. A pesar de su abyecta pantanosidad (a menudo se convierte en un amasijo goteante antes de rearticularse), este ser con forma de madre sigue representando los deberes sagrados de la maternidad. Aunque esta narrativa se ajusta a una lectura de manual freudiano, según la cual la madre es una figura necesariamente desechada por el niño en la creación de su yo diferenciado, la madre de mierda de Madani en cambio cuestiona, a través de una lente feminista, la propia condición de la maternidad como institución patriarcal y como estado existencial profundamente íntimo. (De hecho, madre de mierda no “parece” tener género; en la serie de Madani, en la que se examina la condición de proveedor de cuidados, la identidad femenina no es un requisito previo para ser madre). Estas obras también muestran una reverencia tierna, cómica y a veces mordaz por la hermética y en gran medida inclasificable experiencia psicosocial que conlleva la maternidad, una experiencia sobre la que a menudo se opina y que con más frecuencia se malinterpreta en un discurso cultural más amplio.
La maternidad es un enigma paradójico, un estado contingente que supone uno de los fenómenos más extraordinarios y, sin embargo, más cotidianos de la existencia humana. A menudo se ve envuelta en una mundanidad extenuante, sus complejidades minimizadas o descartadas. Una madre que da voz a estas dicotomías, o que lucha por adherirse a la imagen benéfica de una Virgen, se convierte en un tabú: es una madre de mierda. En el comienzo del tratado totémico de Adrienne Rich sobre la maternidad, Of Woman Born (1986), la autora ahonda en este dilema con la astuta observación de que “sabemos más sobre el aire que respiramos, los mares que surcamos, que sobre la naturaleza y el significado de la maternidad”2. Esta desvalorización, subraya Rich, deriva de la omisión históricamente persistente e impulsada por los hombres de la maternidad como tema de estudio y discurso filosófico significativo. A pesar de estar firmemente entretejida con el orden social patriarcal, la maternidad es una isla, sus contornos se forman en una oscuridad silenciosa, emanando del vínculo primario que comprende el santuario interior de la relación madre–hijo. Tal vez esto explique el aislamiento de la madre de mierda de Madani, representada o bien con sus hijos como única compañía o completamente sola.
Haciéndose eco de este aislamiento, la retrospectiva de Madani en el MOCA, Biscuits [Galletas], que pronto se clausurará, confina la mayor parte de la serie Shit Mom a su particular pequeña galería, un espacio enclaustrado envuelto en un papel pintado de frondosas hojas verdes —un adorno que domestica el cubo blanco— que la artista ha mancillado con pinceladas de metafórica mierda. Esta instalación manchada de heces evoca Shit Mom Animation [Animación de Madre de mierda] (2021), que representa a una figura materna cubierta de estiércol deambulando sola por una casa recargada, dejando un rastro de manchas marrones que se adhieren a todas las superficies que pisa. Aunque estos rastros indiciarios apuntan a los peligros de sus imperfecciones —cada cagada parental podría ser catalogada de forma indeleble por un ruidoso coro social o, peor aún, por la propia psique del niño—, estos gestos también sitúan a la madre como alguien que deja marca, como progenitora de vida y cultura. A pesar de este poder de infundir vida, las tendencias de la cultura patriarcal no dejan de filtrarse a través de estos muros embadurnados de heces, convirtiendo las supuestas imperfecciones de la madre de mierda en armas generadoras de culpa materna y dudas sobre sí misma, alimentando el aislamiento de la madre y envenenando la articulación potencial del poder materno, en particular, las articulaciones colectivas.
Así, mientras la madre de mierda oscila entre la forma abyecta y la falta de forma, también habita el espacio liminal de la espera perpetua —espera mientras amamanta (Nature Nurture [Naturaleza nutre], 2019), espera mientras los niños juegan (Shit Mom [Recess] [Madre de mierda [Recreo]], 2019)— y lo hace sola. Intrínsecamente estático, el acto de esperar congela el impulso hacia adelante y mantiene a la madre enredada en los estrechos confines de la domesticidad. En su potente ensayo de 2007, “Feminist Mothering”, Andrea O’Reilly constata las implicaciones políticas de esta concepción socialmente condicionada e introvertida de la maternidad. “Al definir la maternidad como un trabajo privado y apolítico”, escribe, “la maternidad patriarcal restringe la forma en que las madres pueden influir en el cambio social, y de hecho lo hacen… La ideología dominante también reserva la definición de buena maternidad a un grupo selecto de mujeres”3. Esta noción selectiva de “buena” maternidad privilegia la conformidad social y la blancura, por supuesto, nace de definiciones conservadoras de maternidad y feminidad, lo que significa que las madres solteras, las madres empobrecidas, las madres de color y las madres con múltiples trabajos son las más susceptibles de ser tachadas de madres de mierda. Refiriéndose a esta realidad, bell hooks abogó por el aprovechamiento colectivo e interseccional del poder materno, planteando lo que ella llama el “lugar del hogar”, el reino de la madre, como un “lugar de resistencia”, un antídoto contra “la cruda y brutal realidad de la opresión racista, de la dominación sexista”4.
Madani antropomorfiza hábilmente la insidiosa opresión que O’Reilly y hooks invocan en un trío de obras expuestas juntas en el MOCA: Shit Mom (Hammock) [Madre de mierda (Hamaca)], Pinocchio Rehearsal [Ensayo de Pinocho] y Pinocchio’s Mother [La madre de Pinocho] (todas de 2021), pequeños lienzos cuyas escenas se desarrollan en una habitación revestida de madera, parecida a una cabaña. En Shit Mom (Hammock), nuestra amiga fecal se permite un momento de respiro sin hijos —un acto muy criticado— al tumbarse en una hamaca, con su cuerpo descargando gotas y manchas en el suelo bajo ella. En Pinocchio Rehearsal, las formas de seis hombres que sonríen siniestramente sobresalen, como fantasmas, de las paredes de la misma habitación, con sus narices alargadas, presumiblemente con engaño. Por último, en Pinocchio’s Mother, una madre de mierda se arrodilla y abraza a su hijo, que va disfrazado de Pinocho, mientras los mismos patriarcas fantasmales asoman y miran desde la pared superior en un drama angustioso y voyeurista. Aquí, Madani sugiere que, se vean o no, las fuerzas malignas que definen la institución patriarcal de la maternidad se infiltrarán incluso en los momentos privados más cotidianos y, en poco tiempo, el propio niño absorberá e imitará los comportamientos heteronormativos de su cultura.
Como figura abyecta sin paliativos, madre de mierda puede considerarse en última instancia un rechazo radical de la concepción de la maternidad teñida de patriarcado que propaga nuestra cultura. De hecho, Madani concibió inicialmente a la madre de mierda a través de un acto gestual de negación: al negarse a adoptar una representación edulcorada de una Virgen con su hijo —y en un enérgico rechazo del precedente histórico del arte en el tratamiento de la forma femenina desnuda— embadurnó a propósito un cuadro de una madre con su bebé, dando así a luz a la madre de mierda5. Al anular el cuerpo, se hace con su control. (En palabras de Rich de nuevo, “el cuerpo se ha vuelto tan problemático para las mujeres que a menudo ha parecido más fácil quitárselo de encima y viajar como un espíritu incorpóreo”6). En este tono, la negación del cuerpo por parte de madre de mierda puede entenderse como una estrategia de autopreservación. En su desencarnación escatológica, se convierte en una figura físicamente voluble e indócil, que ya no es ni poderosa ni hiriente en su repugnancia.
Como recurso artístico y literario, el excremento tiene una rica historia de empleo como símbolo de perturbación social, desde la obra de James Ensor, Mike Kelley y Paul McCarthy hasta Mary Kelly, cuya influyente obra Post-Partum Document [Documento postparto] (1973–79) incorpora los pañales sucios de su hijo como testimonio del trabajo sucio inherente tanto a la maternidad como a la creación artística. Las heces representan el parangón de la abyección, confunden la barrera entre el desecho y la renovación, la vida y la muerte, y nos recuerdan nuestra condición animal básica. En un breve ensayo sobre lo escatológico, la artista Lenore Malen cita a la psicoanalista francesa Janine Chasseguet-Smirgel para sugerir que “‘todo lo que es tabú, prohibido o sagrado es devorado por el tracto digestivo… para reducirlo a excremento’”. Malen define este proceso como la última “abolición de los límites”7. Al fin y al cabo, la mierda es la tierra más fértil, cataliza la descomposición de la materia añeja, tal vez una suerte de disolución metafórica de los límites conservadores y los tabúes rígidos, y fomenta lo nuevo. Al presentar la figura materna como un montón de heces pútrido y extrañamente bello, que degenera y se regenera, Madani separa la íntima realidad vivida de la maternidad de lo patriarcal, permitiéndole a la madre regocijarse en sus complejidades innatas y reformar su cuerpo, y carácter materno, para reflejar su propio decreto feminista.
En última instancia, este gesto liberador se extiende de lo personal a lo colectivo. Al considerar las implicaciones poéticas de la experiencia colectiva de la maternidad, la poeta Alicia Ostriker describe la metamorfosis de una madre “de ser un yo individual privado a ser una porción de algo más” como una realización totémica: “Tuve la sensación de estar bajo la superficie, donde las islas están unidas unas a otras”8. Si planteamos la maternidad como una isla —un espacio definido por su aislamiento—, comprender que se conecta a un ecosistema mayor puede ser revolucionario.
Este ensayo se publicó originalmente en Carla numero 31.