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Uno de los cuadros más llamativos de la exposición de verano de Raul Guerrero en la David Kordansky Gallery era también una anomalía. Hot Dog: The Weinerschnitzel (2006) era la única representación de comida en la exposición y la pintura de una muestra de 26 obras que más se acercaba al fotorrealismo. Representa un perrito caliente, ampliado más allá de su tamaño natural en una caja de cartón blanco, con mostaza espesa y en bucle aplicada para asemejarse vagamente a los ojos y la nariz, mientras que trozos de cebolla picada —tan afilados y definidos que parecían fragmentos de hielo en cascada— sustituían a la boca. El hecho de que la exposición, titulada Fata Morgana (expresión italiana que hace referencia a un espejismo en el horizonte), incluyera tales anomalías —pinturas que parecían mundos en sí mismas— es parte de lo que la hacía tan encantadora. Los cuadros, aunque siempre figurativos, pasaban de la soltura a la compleja precisión de una manera que hacía que la agilidad pareciera sinónimo de placer.
Los temas que recorren la obra —colonialismo de asentamiento, historia revisionista, creación de mitos cinematográficos y mitopoética en general— han sido recurrentes en la obra de Guerrero durante el medio siglo que lleva exponiendo. Y, sin embargo, como suele ocurrir cuando la obra de un artista aparece de repente a una escala impresionante en un espacio de gran elegancia, da la sensación de que se nos pide que lo veamos todo de otra manera, que evaluemos la posición del artista en las mitologías del mundo del arte que él mismo ha creado. El momento en que se presenta Fata Morgana —en medio de una andanada de afirmaciones sobre la relevancia o la falta de relevancia de la figuración y un lento giro en Los Angeles hacia el reconocimiento de la abundancia de figuración conceptual poco reconocida en la historia reciente, en gran parte de artistas de color que han estado aquí todo el tiempo— confiere a la muestra una sensación casi meta. La obra parodia las mitologías y las narrativas reductoras de un modo que hace que la búsqueda de la historia del arte parezca especialmente irrelevante.
Como suele ser la trayectoria cuando un artista menos conocido con una larga carrera empieza a recibir su merecido, la exposición de Guerrero en Kordansky llega tras una avalancha de exposiciones más pequeñas en espacios comunitarios: a las muestras gestionados por artistas en POTTS y Ortuzar Projects (ambas en 2018), les siguieron una pequeña exposición en la más acomodada Kayne Griffin (2020) (que está justo enfrente de Kordansky), y una muestra para dos personas en Marc Selwyn Fine Art (2021). Me fascinan, y escribo sobre ello con desproporcionada frecuencia, aquellos artistas que son poco aclamados hasta que, muy rápidamente, dejan de serlo. Esta rápida transición se debe en parte a que muchos de estos artistas, al menos en Los Angeles, empezaron a trabajar en los años 50-70 y adoptaron un enfoque lo suficientemente inconformista como para mantenerse al margen en un momento en el que la experimentación era desenfrenada y los alquileres aún eran lo suficientemente baratos como para que valiera la pena arriesgarse. Pero también me fascinan las cuestiones que plantea este fenómeno de reconocimiento tardío: ¿qué prejuicios y estrechez de miras permitieron restar importancia al trabajo de un artista que siempre estuvo ahí? ¿Qué estaba haciendo que no encajaba en las historias dominantes que se contaban sobre el arte? Resulta especialmente gratificante pensar en estas cuestiones en relación con la obra de Guerrero, dado el gran interés del pintor por el modo en que las narrativas reductoras infectan y limitan nuestra imaginación (considérense las pinturas históricas que recreó con una especie de aplomo alegre para Fata Morgana, como Ataque a Una Diligencia [1995–2021], que pone de relieve el modo absurdo en que gran parte del arte del siglo XIX romantizaba la violencia histórica y racista).
El pasado mes de marzo, poco después de que el artista William Leavitt se incorporara oficialmente a la lista de Marc Selwyn Fine Art, comisarió una exposición que combinaba su nueva obra con la de Guerrero. Los dos artistas se conocieron a principios de la década de 1970, después de que ambos se graduaran en la escuela de arte (Leavitt en la Claremont Graduate, Guerrero en la Chouinard) y, en el comunicado de prensa, Leavitt citó la influencia tanto del surrealismo como del conceptualismo en los primeros trabajos de ambos artistas: el primero les liberó de las expectativas tradicionales de la figuración, mientras que el segundo hizo que la pintura se sintiera como uno de los muchos medios posibles para transmitir ideas (y, por tanto, menos valioso). Al elegir obras de Guerrero para acompañar sus propias pinturas —muchas de las cuales representan el sur de California como una especie de decorado teatral (ventanas flotando sin casa a la vista o una silla sola en el primer plano de un paisaje urbano)—, Leavitt seleccionó aquellas que reflejaban la “experiencia de sueño febril de Guerrero al crecer en una cultura eurocéntrica, biológicamente mexicana pero técnicamente estadounidense”. 1 Por ejemplo, el exuberante Still Life with Sarape and Crystal Ball [Bodegón con sarape y bola de cristal] (2012), una variación sobre una pintura de vanitas del Renacimiento norteño, con objetos dispuestos a lo largo de una tela de sarape a rayas y una pintura cubista cómica que se cierne en el fondo. Tanto Guerrero como Leavitt han estado y siguen estando interesados en los sueños febriles, las contradicciones y la ruptura de la cuarta pared. Hacen cuadros que demuestran que pintan sobre los sueños, los mitos y nuestra relación con las imágenes (no son cuadros sobre la pintura con “P” mayúscula, sino que están muy preocupados por la representación, del tipo cultural e histórico). De este modo, cuando ambos empezaron a trabajar y a exponer hace 50 años, pertenecían a un momento en el que la figuración se basaba en ideas, aunque quedara eclipsada por las tendencias más dominantes hacia el minimalismo y el conceptualismo fuera del lienzo. Su tipo de figuración fue defendida con mayor constancia por la Ceeje Gallery, un espacio de Los Angeles que se mantuvo desde 1959 hasta finales de la década de 1960 y que expuso a varios artistas que adoptaron una especie de enfoque conceptual de la pintura figurativa: Charles Garabedian, Maxwell Hendler, Ben Sakoguchi, Marvin Harden. Leavitt y Guerrero alcanzaron su mayoría de edad como artistas solo un poco más tarde que estos artistas del Ceeje, y pertenecían al entorno de la galería pero no a su lista. Sakoguchi, al igual que Guerrero, se interesaba por las mitologías en torno a la historia del sur de California y realizaba pinturas desenfadadas, precisas y siempre conscientes de su identidad como cuadros (durante años, utilizó la caja de naranjas como plantilla, incorporando siempre el logotipo de la caja, y utilizando luego el resto del lienzo para hacer comentarios culturales, como en su Chavez Ravine Brand (2005), que representaba los desalojos masivos en Chavez Ravine para dar paso a la construcción del Dodger Stadium). Garabedian y Leavitt, ambos de raza blanca, fueron quizás los que más pronto recibieron la aclamación, aunque incluso Leavitt solo ha tenido una representación esporádica en galerías a lo largo de esos años y no recibió su primera exposición individual en un museo hasta su muestra en el MOCA en 2011. Guerrero, Sakoguchi y Harden (que hizo grabados sorprendentemente mínimos de animales de granja, entre otros temas) eran artistas de color que trabajaban en una ciudad profundamente segregada, donde la mayoría de las galerías tenían pocos artistas no blancos, si es que había alguno, en sus listas. Esto contribuyó, sin duda, a su prolongada infrarrepresentación, junto con su enfoque de la figuración en un momento en que las narrativas dominantes de la Costa Oeste se movían desde la luz y el espacio hacia el pop, el conceptualismo y la performance, y la conversación posterior a AbEx sobre si la pintura estaba muerta comenzó a infectar las escuelas de arte. Esa conversación —sobre la pintura y su muerte, o sobre cómo la figuración pasó a ser irrelevante tras el ascenso de la abstracción (una perspectiva cansina impulsada por gente como Clement Greenberg)— es y debería ser muy aburrida. Sin embargo, su influencia persiste.
Dado que la figuración nunca ha desaparecido del panorama del arte contemporáneo, no es del todo exacto decir que está resurgiendo; pero los debates sobre la figuración, que forman parte de la constante necesidad del discurso artístico de definir y nombrar las tendencias, sí que están teniendo un momento. Gracias a algunos artículos recientes sobre la “figuración zombi”, término acuñado por Alex Greenberger en ARTNews y defendido por Dean Kissick en The Spectator, volvemos a lanzar ideas reductoras sobre la originalidad y el progreso en relación con la pintura figurativa. En su ensayo de enero, Kissick mencionó la “falta de nuevas ideas en el arte” en múltiples ocasiones, refiriéndose a la llamada figuración zombi como “una renuncia al potencial de vanguardia radical del arte” 2 y haciendo valer una vez más la noción de que el arte sigue una progresión lineal de innovación. Sin embargo, a pesar de lo frustrante que resulta esta forma de pensar, el debate sobre los zombis ha provocado una reacción convincente. En Momus, esta primavera, el artista Jason Stopa reunió a un grupo de tres pintores para debatir si existe realmente una crisis en la figuración. Didier William consideró que la palabra crisis era “hiperbólica”, pero reconoció que el revuelo y la frustración se debían en parte al hecho de que el “amplísimo paraguas histórico–artístico de la ‘figuración’ es inexacto e insuficiente”. Señaló el modo en que los artistas están “utilizando el cuerpo…, citando la historia, la mitología, [y] la narrativa personal”. 3 Guerrero también ha incorporado todos estos enfoques a su obra a lo largo de los años.
En un momento en el que las conversaciones sobre la figuración vuelven a oscilar entre lo reductivo y lo expansivo, la obra de Guerrero parece especialmente acertada, sobre todo por la forma en que rompe las nociones de progreso lineal, tanto por sus estilos como por sus temas. Aunque Fata Morgana incluye varios conjuntos de obras, el más grande y reciente se completó este año y toma como tema las Grandes Llanuras y las Colinas Negras de Dakota del Sur. La inspiración para esta serie se remonta a más de tres décadas, a principios de los años 90, cuando el artista visitó Dakota del Sur y acabó en un bar donde pensó, como le dijo a la columnista de Los Angeles Times Carolina Miranda, “me van a matar”. Él era estadounidense, de ascendencia mexican, y los hombres del bar eran blancos y rudos, como salidos de la clase de película que romantiza el Destino Manifiesto, algo así como How the West Was Won [La conquista del Oeste]. “Me di cuenta de que todo lo que sabía de este lugar era a través de los medios de comunicación: las películas, la televisión”, dijo Guerrero. 4
Los cuadros combinan su recuerdo de este momento en Dakota del Sur con mitologías icónicas del Salvaje Oeste, aunque Guerrero remezcla las historias que nos han contado. Pintó la serie en seco, de modo que la pintura al óleo casi se asemeja a la tiza, confiando en gran medida en la longitud, la anchura y los garabatos de las líneas para transmitir profundidad y movimiento, una estrategia formal que hace que todos parezcan más caricaturescos. En un cuadro, un hombre roba un banco, aunque las ventanillas de los cajeros parecen celdas con hombres agarrados a los barrotes metálicos (The Black Hills c. 1880s: Bank Robber – B [Las Colinas Negras, sobre 1880s: Ladrón de bancos – B], 2021). Otro, uno de los más estridentes de la serie, representa una pelea en un bar; dos hombres están en el centro de la acción, uno empuña una pistola mientras el otro lo placa torpemente (The Black Hills c. 1880s: Bar Room Brawl [Las Colinas Negras, sobre 1880s: Pelea de bar], 2021). Los ojos de ambas figuras transmiten una especie de confusión, como si no estuvieran seguros de por qué están desempeñando esos papeles en la historia. Este truco con los ojos es común y efectivo en las pinturas más recientes de Guerrero. En Buffalo Hunt (After George Catlin) [Caza del búfalo (según George Catlin)] (2021) —una caprichosa reinterpretación en pastel de una obra de arte icónica y racista del Oeste, que no forma parte de la serie Black Hills y, por tanto, es más fluida que llena de tiza— un cazador indígena a caballo se lanza hacia un búfalo. El cazador se mantiene en el personaje, plano, estereotípicamente representado con ojos salvajes, con su arco y flecha levantados y listos. Pero el búfalo nos mira a nosotros, los espectadores, resignado y a la vez lleno de preocupación por ser la víctima en esta trama sobre el lienzo (aunque el búfalo que Guerrero utilizó como fuente en el cuadro de Catlin también tenía ojos grandes y tristes, la representación de Guerrero realmente resalta la personalidad del animal). Nadie escapa a los tópicos narrativos de estos cuadros, pero las figuras parecen querer salir desesperadamente del ciclo interminable de historias caricaturescamente aplanadas.
En Fata Morgana, Guerrero también se ha centrado en otros mitos más locales y específicos del arte. Durante años, ha pintado escenas en famosos bares locales, lugares que las celebridades y los artistas han frecuentado. Chez Jay: Santa Mónica (2006) es un guiño a otro artista que celebraba los bares de Los Angeles, Edward Kienholz. En 1965, Kienholz hizo una famosa réplica del bar Barney’s Beanery de West Hollywood, un establecimiento notoriamente intolerante y homófobo que tuvo un cartel de “Fagots [sic] Stay Out [Maricones no entren]” hasta 1945, con el insulto mal escrito en el original durante décadas. En el exterior de la instalación, Kienholz incluyó un ejemplar del Herald Examiner de Los Angeles con el visible titular “Niños matan niños en los disturbios de Vietnam”, pero en el interior puso a todos los clientes relojes en vez de cabezas, todos ellos puestos a las 10:10, para subrayar que una noticia tan alarmante cae en un lugar como Barney’s, donde el tiempo parece detenerse. El cuadro de Guerrero, igualmente lleno de detalles idiosincrásicos (el toldo rojo y blanco, el pez disecado en la pared, la pizarra con los especiales de la casa), también coloca relojes en las cabezas de los clientes, cada uno de ellos ajustado cerca o alrededor de las 5:35: un reloj digital marca las 5:34, mientras que otro parece estar cerca de las 5:24 y otro las 5:50. Tal vez mi lectura aquí sea demasiado personal, demasiado basada en mi frustración latente con Kienholz y todo lo que representaba, pero este cuadro me parece una acusación a la noción de que un bar puede ser un santuario, donde el mundo exterior desaparece y de alguna manera los clientes llegan a un consenso tácito. Como hace tan bien en muchos de sus cuadros, Guerrero reconoce el encanto de esos mitos simples —incluidos los que romantizan la expansión hacia el oeste, la colonización del suroeste e incluso el papel de la figuración en la historia del arte—, al tiempo que los desinfla.
Este ensayo se publicó originalmente en Carla issue 26.