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En febrero, la FLOTUS [Primera Dama de los Estados Unidos] Jill Biden engalanó el jardín norte de la Casa Blanca con gigantescos corazones de San Valentín en rosado, blanco y rojo, que recordaban a los corazones de caramelo, pero que, en cambio, estaban revestidos de palabras como “unidad”, “familia” y “compasión”. Un alegato de color rosado carnoso a favor de la unidad es, en sentido estricto, conservador. Es el recubrimiento azucarado que, para los liberales y similares, plantea la toma de posesión de Biden como una dulce promesa y les distrae del núcleo astringente del corazón de caramelo: ¿qué es la unidad sin la igualdad? (En la otra cara de la moneda distópica, no diferente en su decadente alarde de imperialismo estadounidense, está la decoración navideña militante de la ex-FLOTUS Melania Trump: árboles de color rojo placenta que recubren un pasillo del ala este de la Casa Blanca).
Desde febrero, me he estado preguntando si esta imagen de corazones de caramelo cristaliza mi idea prepandémica de que lo más probable es que vivamos en una especie de tierra de caramelos. Estoy aludiendo a la carrera para llegar a la meta: en este caso, la Casa Blanca, con la pandemia instigando una carrera similar a un acelerador de partículas hacia la tecnocracia autocrática y el aumento del imperialismo estadounidense, ofuscado por las agridulces súplicas de seguridad. El proletariado, a su vez, no es más que un peón en una carrera acelerada que termina en la fusión del poder corporativo y estatal. El disfraz estetizante de la Casa Blanca a través de la decoración de FLOTUS sugiere que, como advirtió el filósofo Walter Benjamin, “el resultado lógico del fascismo es la introducción de la estética en la vida política”1.
El ingrediente principal tanto de la decoración de Biden como del juego de mesa de los niños, el caramelo —o el azúcar—, es también un proyecto capitalista y colonial seminal que tiene sus raíces en el Caribe (de ahí su denominación de “revolución del azúcar”2). Como monocultivo muy codiciado, la producción de azúcar de los siglos XVII y XVIII aceleró por sí sola el complejo de las plantaciones, la trata de esclavos en el Atlántico, la colonización blanca y la industria del comercio. Pensaba en esto mientras paseaba por los tranquilos pasillos de la arquitectura azucarera de Sula Bermúdez-Silverman en el California African American Museum (CAAM). La tenue iluminación de la galería en Neither Fish, Flesh, nor Fowl [Ni peces, ni carne, ni aves], la primera exposición individual de Sula en un museo de Los Angeles, está iluminada por el resplandor rosado caramelo de diez casas de muñecas de tamaño natural —una hecha de cristal y nueve moldeadas en azúcar de la casa de muñecas de su infancia—. Sin embargo, a diferencia de la engañosa opacidad de la festiva mezcla de política y estética encabezada por las mencionadas primeras damas, las casas de muñecas confitadas de Bermúdez-Silverman tienen una translucidez viscosa. El jarabe simple endurecido irradia un brillo bioluminiscente, haciendo que estas casas parezcan organismos de las profundidades marinas. Bermúdez-Silverman, de ascendencia afropuertorriqueña y judía, utiliza el azúcar como un guiño a sus antepasados, que trabajaban en las plantaciones de caña de azúcar en Puerto Rico, y al legado más amplio del azúcar como producto principal del capitalismo colonialista temprano en la economía del Caribe. Las fachadas azucaradas se han utilizado a menudo como ornamentos de ofuscación, ocultación o apaciguamiento político (como Biden, adornando las duras arquitecturas del poder con una dulzura sacarina), pero Bermúdez-Silverman utiliza el azúcar para exponer la propia arquitectura de la ofuscación permitiéndonos mirar dentro del centro hueco y translúcido de sus fachadas azucaradas. Su uso del azúcar y la luz se convierte en faros literales y metafóricos, iluminando el nexo arquitectónico, de otro modo invisible, del neocolonialismo, el intercambio cultural capitalista y la hiperblancura de la cultura popular.
En el año transcurrido desde la inauguración de su exposición en el CAAM, Bermúdez-Silverman ha seguido ampliando su investigación sobre el azúcar y la iluminación. En su exposición más reciente, Sighs and Leers and Crocodile Tears [Suspiros, lamentos y lágrimas de cocodrilo] en Murmurs, la transparencia del azúcar se hace visible una vez más por medio de una luminosidad desde abajo. En Turning Heel [Girando el talón] (2021), dos manos monstruosas de azúcar fundido se extienden desde un montículo de sal del Himalaya, equilibrando una mantis religiosa de cristal entre sus garras. En el espacio más pequeño y oscuro de la galería, la serie Porthole [Ojo de buey] (2021) consta de fantasmales ventanas de casas de muñecas de azúcar que sirven de marcos en miniatura para acoger insectos, objetos encontrados y retablos iluminados de celuloide incrustados en los cristales de azúcar, incluido uno de Michael Jackson metamorfoseándose en un muerto en el video musical de “Thriller”. En su conjunto, la exposición entrelaza la materialidad del azúcar con su prevalencia en las plantaciones haitianas y caribeñas y la olvidada historia de origen folclórico del zombi.
La leyenda del zombi hunde sus raíces en el vudú haitiano, cuando los trabajadores esclavizados fueron llevados desde África Occidental a las plantaciones de azúcar en el Haití ocupado por los franceses. Al igual que el zombi, el trabajador esclavizado se encuentra en un estado similar, vivo pero muerto. El sociólogo jamaicano-estadounidense Orlando Patterson va más allá y teoriza que el negro esclavizado queda culturalmente atrapado en la “muerte social” porque no tiene “una existencia socialmente reconocida fuera de su amo”3. El zombi folclórico, por lo tanto, no es un depredador sanguinario y monstruoso, sino, según los críticos culturales, una figura alegórica de la esclavitud. En el ensayo de Jeffrey Jerome Cohen “Undead (A Zombie Oriented Ontology)”, señala que “el zombi es una bestia de carga a la que su amo explota sin piedad, haciéndole trabajar en el campo… azotándole libremente y alimentándole con comida escasa e insípida”4. También se decía que el diablo aborrecía la sal. La sal, por lo tanto, se consideraba un antídoto, ya que se decía que incluso un grano reanimaba al zombi y podía darle fuerzas para matar a su amo5. La sal —como sabor, como placer sensorial, como sustento mineral— es entonces también un vehículo para la alegría y el placer de los negros. Dada la negación del placer por parte del Estado para los pueblos oprimidos, la alegría negra ha prevalecido como estrategia de supervivencia para la reducción del daño y la liberación.
Teniendo en cuenta los orígenes vudú del zombi, el papel de la sal rosada en toda la exposición en Murmurs de Bermúdez-Silverman adquiere un mayor significado. La sal rosada no solo aparece como arena finamente molida y fértil de la que anhelan salir y subir los miembros descolocados y protestones, sino también como ladrillos de sal del Himalaya que forman tres sustratos iluminados para sostener tres nuevas iteraciones de la casa de muñecas fundida: una de azúcar, otra de cristal y otra de sal gruesa del Himalaya. En particular, la casa de sal, Repository III: Resurrector [Repositorio III: Resucitador] (2021), insinúa un futuro de renacimiento y recuperación. A diferencia de las casas de azúcar o de cristal, que son convencionalmente rectangulares y se asientan sobre bases rectangulares de sal, tanto la propia casa como la base de Resurrector son triangulares: una base geométrica, arquitectónica y simbólica de fuerza, ascensión y culminación. Mientras que la casa de azúcar no tiene escalera y la casa de cristal solo una miniatura de cristal que no llega al umbral, la casa de sal incluye una escalera de ladrillos de sal iluminada que conduce a su puerta principal. Es quizás desde esta escalera que los muertos vivientes pueden ascender a la casa de sal abierta, que, carente de techo, está preparada para la posibilidad de resucitar.
Al considerar la ascendencia del vanguardismo de Haití como la primera y última nación que experimentó una revolución de esclavos exitosa, la zombificación es paralela a la colonización en su recreación de la dinámica amo-esclavo. En su paisaje político contemporáneo, Estados Unidos sigue infligiendo una zombificación imperial a Haití a través de su ocupación y su negativa a reconocer la democracia de Haití y la eterna esclavitud de la deuda (la no-muerte). Al reconectar al zombi con sus orígenes haitianos a través del azúcar y la sal, Bermúdez-Silverman avanza hacia un futuro de deshacer la no-muerte: la liberación del zombi, la liberación de los esclavizados y la liberación del sujeto racializado y la nación (neo)colonial.
La obra más grande de la exposición de Murmurs, Carrefour Pietá / Be My Victim [Carrefour Pietá / Sé mi víctima] (2021), es un tapiz figurativo de punto de seis paneles que combina dos imágenes: un fotograma de la película de Hollywood de zombis de serie B I Walked with a Zombie (1943) y una reinterpretación de la Pietá de Miguel Ángel (1498–99) con un Jesús negro. Bermúdez-Silverman entrelaza estas imágenes casi especulares en forma de serpiente, alternando cada panel negro y verde claro del tapiz entre las dos imágenes. El resultado es una sensación de fragmentación y extensión: Carrefour, el silencioso e imponente “nativo” negro con aspecto de zombi de I Walked with a Zombie, carga con Jessica, la mujer blanca zombificada que lleva una túnica virginal, mientras una Madre María envuelta en blanco contempla el cuerpo negro inerte de su hijo. I Walked with a Zombie es un ejemplo clásico de las primeras películas de “mujeres zombis” de Hollywood, en las que la heroína blanca sexualmente deseable se ve contaminada por un monstruo alterado, en un entorno de exotismo “tropical” (a veces incluso una plantación de azúcar haitiana)6. Carrefour Pietá establece una comparación visual directa entre la calidad de la falta de vida del Jesús negro y de Jessica, dos temas racializados y de género de la cultura pop norteamericana que, cuando se enredan románticamente bajo el temor al mestizaje, vilipendian al hombre negro y victimizan a la mujer blanca. Aquí, los cuerpos flácidos y sin vida de Jessica y del Jesús negro se extienden y fragmentan, pero se vuelven a ensamblar para yuxtaponer y complicar la blancura y la negritud de cada uno. Bermúdez-Silverman se enfrenta al inquietante legado de la victimización de las mujeres blancas (o, digamos, de la “karenidad”), revelando que el zombi de Hollywood es inseparable de un discurso colonialista que usurpa horriblemente la historia y la identidad, borrando e incluso invirtiendo los papeles de las víctimas. ¿Cómo es posible que la mujer blanca salga indemne de la zombificación? El legado del zombi norteamericano transpone la condición de zombi de la víctima negra esclavizada a la virginal “víctima” blanca colonizadora. Quizás entonces, en Carrefour Pietá, la siempre virginal e inmaculada Madre María se arrepiente.
Asomando bajo el tapiz y bañado en un suave resplandor rosado que emana de varias esculturas de azúcar, el mar de carnosa sal rosa —similar en tonalidad al corazón rosado de la “bondad” de FLOTUS— parece encarnar paradójicamente a la virgen blanca al igual que sus propiedades curativas y como antídoto. La mujer blanca víctima está a salvo y es libre de imbuirse en el lujo de disfrutar del sabor, el placer y el antídoto. Para el zombi haitiano, el antídoto está, tentadoramente, a menudo fuera de su alcance. El mar de color rosado, aunque es un mar de antídotos potenciales, no está libre de la opresión blanca y del neocolonialismo persistente. Es de este mar desde donde puede surgir el zombi haitiano.
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Mientras escribía este ensayo, hablé con Bermúdez-Silverman por teléfono y me preguntó por el aspecto de las casas de muñecas del CAAM durante mi reciente visita. (El CAAM estuvo cerrado al público durante gran parte de la pandemia, por lo que hacía meses que no podía visitar su exposición). Me cuenta que las casas de muñecas de azúcar son efímeras: con el tiempo, la transparencia del azúcar se degrada, el azúcar se empaña por la humedad. La transparencia de las arquitecturas de la violencia blanca (que ocultan los orígenes históricos de la opresión negra) que Bermúdez-Silverman se ha esforzado por iluminar es, por tanto, efímera: con el tiempo, dice, las casas probablemente se desintegrarán. Me queda por preguntar qué será lo primero en desintegrarse por completo: las arquitecturas del poder hegemónico o las estrategias de resistencia, como la iluminación y la visibilización.
Este ensayo se publicó originalmente en Carla número 24.