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Tres grandes obras de forma esférica aparecen en la pared de entrada a la actual exhibición de Amir H. Fallah en el Shulamit Nazarian, Remember My Child… [Recuerda, hijo mío…]. En cada una de ellas, un anillo de flores, plantas y otras imaginerías rodean con suntuoso detalle un campo central de vibrantes colores que evoca la cúpula celeste. Entre otras imaginerías, encontramos dibujos animados de bebés, escarabajos y un barco con un montón de velas entretejidas con el resto de la mezcla. My Heart Beating, My Soul Breathing [Mi corazón palpitando, mi alma respirando] (todas las obras son del año 2020 salvo que se apunte lo contrario) incluso llega a incluir una figura con forma de huevo (¿Humpty Dumpty?) que se pasea mirando con ojos lascivos. La amalgama de imaginería no suele resultar inquietante; al contrario, resulta amigable, cálida y frustrante, como una familia numerosa. El campo central de color de cada una de las obras cuenta con la ausencia de alguna figura divina o central y, en cambio, llega como si se tratase del suntuoso interior de un ecosistema.
En un espectáculo bautizado para conjurar la imagen de una persona mayor enseñando a un niño, los cuadros de Fallah están cargados de referencias, figuraciones y la sugerencia de una narrativa con mínimos pero acusados momentos de discordia —una escena de Cristóbal Colón llegando a las costas del Caribe aparece en la esquina de Remember My Child, Nowhere is Safe [Recuerda, hijo mío, no existe lugar seguro]—. Son abigarradas y, al mismo tiempo, sosegadas, e inundadas con imaginería y símbolos —al visitante le llevará un tiempo sonsacarle la embestida de referencias—. Si en ocasiones los cuadros de Fallah pueden resultar opacos, performativos o incluso intimidatorios, son más las ocasiones en las que ofrecen la promesa de un alegre desempaque. Sus obras se aventuran hacia un amplio territorio estilístico, cubriendo el retrato detallado, los paisajes, los dibujos animados recreados fielmente y unos motivos cuidadosamente compuestos. Escoge sus referencias entre fuentes muy diversas —libros infantiles, ilustraciones científicas, mapas, la cultura skate, Americana, iconografía religiosa y cultural extraída de los años iniciales del propio artista en Irán—, por lo que el visitante encuentra múltiples puntos de entrada para la obra. Esto resulta a la vez poderoso y frustrante.
De vuelta al coche, tras visitar la exposición de Fallah, traté de analizar la distinción entre mito, fábula y alegoría; mi mente recalentándose rápidamente bajo el sofocante calor de finales de septiembre en Los Angeles. Todo lo que podía recordar era que una fábula incluye una moraleja en forma de historia, mientras que un mito describe una versión de cómo las cosas llegaron a ser, por lo general para justificar una visión del mundo. Más tarde me di cuenta de que la palabra que andaba buscando era aforismo y no alegoría. Los títulos de Fallah —breves frases, casi familiares, como They Will Smile to Your Face [Sonreirán en tu cara]— proporcionan un marco sombrío al dominante cautiverio de las imágenes en contienda. Es esta una señal para ser cauteloso ante estos aforismos que apuntalan el delirio de los cuadros de Fallah, con un recordatorio hacia el niño titular de las fuerzas negativas que operan bajo el manantial de imaginería histórica y cultural. Fallah tiende hacia la compleja ilustración de fábulas sencillas, como capas de ruido sobre un ritmo cadencioso.
Son por lo menos doce las referencias que aparecen en Ruins of the Soul [Ruinas del alma], enmarcadas por la cita del autor ecologista Edward Abbey: “El sentimiento sin acción es la ruina del alma”. La obra muestra a un orgulloso tigre en el centro, su cola balanceándose hacia otra sección repleta de figuras de bronce provenientes de la Metrópolis de Fritz Lang. Otras figuras se desparraman desde sus casillas en el ordenado fondo cuadriculado; entre las que se incluye una hermosa reproducción de un jinete de rodeos y lo que parece ser una versión abatida de un Johnny Appleseed de la Edad Media. Johnny, o quien quiera que sea, se inclina hacia atrás bajo el peso de un maltratado globo mientras un reguero de semillas cae de su morral. La abundancia de detalles puede empujar la simplicidad de una fábula hacia las fronteras con el mito; aquí, el texto nos conduce hacia una interpretación que solo otorga un sentido parcial a la imaginería. Ruins of the Soul parece preocuparse de la domesticación, del reordenamiento o del aspecto salvaje del mundo natural, mecanizado hasta el olvido por Lang, organizado de nuevo por “Johnny Appleseed” y vivido visceralmente, sin más, por el tigre. Una sección en la parte inferior derecha presenta a un sol de dibujos animados tosiendo entre raquíticas chimeneas, frente al que un desfile de irritados animales de dibujos animados marcha siguiendo el curso de un negro río oleaginoso, que señala las tensiones, o los paralelismos, entre la agricultura bucólica y la industria.
Las obras de Fallah se encuentran en ese espacio que existe entre el mito y la fábula —cada historia (y cada pieza se interpreta como una) no es lo suficientemente simple o directa para ser una fábula—, pero su fantástica imaginería tampoco culmina en el presente de una realidad que funcione como mito. Me encuentro tanto atrapado por la imaginería de Fallah como frustrado ante el aparente desarrollo de aspectos pactados pero nunca del todo finalizados.
Science is the Antidote, Superstition is the Disease [La ciencia es el antídoto, la superstición es la enfermedad], la obra de mayor tamaño en la exhibición, ofrece un díptico de imaginería que parece ocuparse de la geopolítica pasada, impresión que dan los continentes, mal dibujados, del mapa del mundo que aparece en su centro. En la parte superior izquierda, una angelical figura colonial americana sostiene en sus brazos un montón de fuegos artificiales; en las secciones superior e inferior, aparecen las ilustraciones, de mediados del s. XX, de dos grupos de hombres de aspecto melancólico con vestimenta y sombreros de Oriente Próximo. Como muchas de las obras de la exhibición de Fallah, Science is the Antidote sugiere una equivalencia. Ningún principio regidor aparece de forma aparente; en cambio, cada pieza se abre en espiral como una cadena de acontecimientos. La escala y el detalle conspiran juntas para fascinar. Si los aforismos de Fallah sobrepasan una interpretación amplia, sus obras más oblicuas frustran cualquier coherencia que nos pudiéramos esperar.
Se ha favorecido la obsesión por la imagen, indicador atribulado de la cultura contemporánea durante décadas. El constante flujo de yuxtaposiciones de vibrante imaginería en la obra de Fallah encaja con lo que hemos llegado a esperar de las imágenes —extracción, heroísmos, erótica, narrativa, evocación—. Las imágenes diferenciadas, compuestas de esta manera, pueden pretender actuar como pistas para alcanzar un significado (fábulas) o, sencillamente, como un original escaneo de la mente de una persona (mito). El encuentro autobiográfico de Fallah con varias de las imágenes se enmarca como un índice para los relatos de fácil acceso —generalmente, imágenes compartidas, textos y redes de información— de nuestro propio tiempo. En este sentido, la proliferación de imaginería por parte del artista representa una reinterpretación de los productos de la cultura, y un reembalaje que se enfoca hacia la falta de ideas preconcebidas de un niño. Si este arreglo de la autobiografía socava la creación de significados —aunque sea tener una clara idea de la amalgama de referencias en la que nos encontramos—, también enfatiza de forma oblicua la validez y la riqueza de la experiencia vivida y real.
Esta reseña se publicó originalmente en Carla issue 22.