Our advertising program is essential to the ecology of our publication. Ad fees go directly to paying writers, which we do according to W.A.G.E. standards.
We are currently printing runs of 6,000 every three months. Our publication is distributed locally through galleries and art related businesses, providing a direct outlet to reaching a specific demographic with art related interests and concerns.
To advertise or for more information on rates, deadlines, and production specifications, please contact us at ads@contemporaryartreview.la
El faro es una metáfora. Es un signo, una señal, pero ¿de qué? La orilla está aquí. Casi estás en casa, pero ten cuidado con esas rocas.
§
Cuando el mundo del arte quedó sin amarre en marzo, adoptando extraños y nuevos espacios online y al aire libre, fueron muchos los que, en medio del pánico, amarraron sus proyectos al mascarón de proa de la especulación. Esto ya venía ocurriendo. Hauser & Wirth comenzaron a desarrollar su propio software ArtLab para exhibiciones, HWVR, en 2019. El primer paso en el negocio era digitalizar su última galería, los edificios anexos readaptados de un hospital naval del s. XVIII, en Isla del Rey, una pizca de tierra en una cala de la pequeña isla española de Menorca. Cliqueando entre 360 grados de paredes blancas enfoscadas, los “visitantes” pueden vislumbrar el brillo de la lente de un tragaluz; o, visibles a través del cristal de una puerta de salida, las piedras de unos cimientos romanos cargadas de brotes de ores silvestres. Su último proyecto de RV es bastante más lóbrego: creado para Frieze London, la presentación H&W se tituló A New Reality [Una nueva realidad], en la que, y lo reproduzco textualmente, “los visitantes pueden viajar a las icónicas carpas de Frieze en Regent’s Park para explorar réplicas exactas de las casetas del año pasado, que ahora existen en el mundo virtual”1. No es internet quien nos enajena, es el mercado.
El espacio físico de la galería siempre ha canalizado la resaca de capital. En tiempos no pandémicos, al merodear por el archipiélago de reductos, resorts y utopías, nos iban animando amigos, bebidas y discursos. Sin ninguna de esas cosas, el mundo del arte puede ser un desierto. Algunos se han vuelto locos con la enfermedad, otros con la soledad, la lujuria y el sol. Vemos patrones donde no los hay, mientras los mensajes suben y bajan dentro de sus botellas.
En ocasiones, sin embargo, un mensaje te alcanza a través de una diminuta pantalla de cristal. Hace un par de meses, asistí a un avance para la prensa de la instalación de Samara Golden mientras permanecía sentado en un banco del perfumado parque de Thousand Oaks. Golden es conocida por sus intrincados dioramas, que, como reventadas casas de muñecas de la mente, obedecen a una gravedad onírica y se reflejan ad infinitum gracias a enormes espejos en los suelos y en las paredes. Esta exhibición en particular, Upstairs at Steve’s [Arriba en casa de Steve] (2020), instalada en The Fabric Work- shop and Museum en Filadel a, se abre al espectador como si fuese un gajo liberado por una de las ventanas que conserva el edificio. Espejos por todos lados difunden la escena hasta donde la vista alcanza, convirtiendo el cristal tintado de la galería en una tallada baliza flotante. Parece, de forma improbable, un faro. El centro, iluminado por el sol, está rodeado por destrozados cambios de cama, muebles, hileras de luces y un porche de madera que se mueve rítmicamente a través de lo que son, de hecho, los travesaños y aspersores del techo en este contexto, los accesorios se asemejan a las bermas y los cables de una traumatizada cabeza de playa.
Vi la pieza de forma remota y es en gran medida la forma en la que también la vio Golden. La mayor parte del ensamblaje se desarrolló mediante un intercambio de imágenes por email, entre los trabajadores del museo y la artista, para llevar a cabo los ajustes necesarios. Hasta aquí, esto es la nueva normalidad, o lo que sea, pero en el caso de Steve’s, podía notar, en la catastró ca ilusión de la obra embutida en mi insuficiente iPhone, el regusto de la locura colectiva. Resultaba reconfortante. Si en los primeros días de la pandemia, los temas de los paseos virtuales tendían a ser versiones reempaquetadas a toda prisa de un arte que provenía de un momento en el que las cosas estaban supercialmente “mejor”, aquí, en septiembre de 2020, se encontraba una obra que había nacido del aislamiento y la enfermedad mientras las revueltas del verano se sucedían en el exterior.
Ya es un cliché señalar que la pandemia, como una creciente marejada, ha servido para ensanchar las grietas de unas instituciones sociales que ya se tambaleaban: desde la asistencia sanitaria, la vivienda, la política electoral hasta las universidades, los museos y el mismísimo legado del humanismo liberal. Parece muy trillado señalar que el mundo del arte está hecho un desastre. Pero aquí estamos. Entre una tipología aproximada de parches digitales para la crisis: paseos, conferencias, proyecciones, incluso galas para recaudar fondos sostenidas desde Zoom: exhibiciones online que consisten en fotografías
o videos incorporados a una página web; festivales de arte para ser atravesados en coche o para pasar de largo con el mismo y un repunte de espectáculos en los escaparates 24/7. Algunos de los mejores intentos se han movido a las grietas, por decirlo de alguna manera. Una intervención extrañamente afectiva de American Artist ha estado reemplazando todas las fotografías de la página web del Museo Whitney con imágenes de archivo de maderas contrachapadas durante varios minutos al día, como si estuvieran atrancando las ventanas en previsión de una revuelta o una tormenta. Un espacio de arte más o menos nuevo en el Fashion District de L.A. llamado Canary utiliza dos webcams (instaladas pre-COVID) que retransmiten en vivo las estrechas salas de la galería, haya o no una exhibición instalada. En ambos casos, una combinación de instituciones hambrientas y de artistas hastiados ha arrojado luz sobre una brecha, en la que algunas de las posibilidades del temprano Net art (Arte en red) están de repente disponibles y resultan ser un espacio viable.
Los proyectos que mejor funcionan en este interregno digital lo hacen porque nos encuentran donde estamos, física, financiera y mentalmente: en casa, en las rocas, en alta mar. (Y qué desperdicio sería extenuarse solo para remar de vuelta a la vieja y colonial tierra firme). El Net art, así llamado, no es una panacea —no más que la primera ronda de utopías cibernéticas—, sin embargo, las galerías construidas en torno a una web vuelven a encontrarse entre los escasos experimentos del mundo del arte. New Art City, por ejemplo, una especie de Second Life hecho a medida para lo multimedia, albergó una serie de videos, conferencias y DJ sets que se colgaron en paneles rodeados por una neblinosa ciénaga en 3D2. Otro proyecto outré, la Plicnik Space Initiative, adopta la forma de objetos digitales enlazados a una “nave espacial” web a la que se enlazan los visitantes, módulo a módulo. EPOCH es un espacio virtual dirigido por artistas del tipo point-and-click (apuntar y cliquear) que tanto gustan a las empresas blue chip. Pero, en vez de la feria de arte del año pasado, imagina un mundo cúbico posblanco. El primer espectáculo, End Demo [Fin de la demostración] (2020), tuvo lugar en un afloramiento de rocas rodeadas por el mar, enmarca- das por una silueta urbana brooklinesca, en la que una serie de improbables paredes blancas sobresalían de montones de escombros decolorados. El cuarto, Labyrinth [Laberinto] (2020), se sitúa en un curvo laberinto, construido a propósito pixel a pixel en un claro anochecer rodeado de árboles cobrizos. EPOCH es, entonces, algo diferente, pero también es algo antiguo: recuerda a Myst, un juego clásico para PC de 1993, en el que vas cliqueando tu camino alrededor de una isla cuyas imágenes han sido creadas por ordenador, instantánea a instantánea, desvelando secretos bajo el ronroneo del CD-ROM. EPOCH —como el Upstairs at Steve’s de Golden, como Plinick y Canary y la primera ola de proyectos contemporáneos de la COVID— cuenta tanto con la soledad como con la interacción entre sus materiales.
Este nuevo rubor del Net art no es nada nuevo, pero su ethos de supervivencia resulta alentador. Tras estos meses sin cubos blancos, mientras nos tambaleamos de nuevo hacia la larga y fría noche, ¿qué es lo que realmente echamos de menos? ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿La visión estroboscópica de la costa lejana anuncia nuestra salvación o nuestra perdición?
Estos son los desánimos. Creamos conexiones donde podemos. Exiliados, ya sea como napoleones o como leprosos, volvemos la vista a nuestras bibliotecas. Atomizados, volvemos a dibujar el mapa de la región; exploramos en espasmos; concretamos frágiles citas y nos ponemos un equipo hecho a mano. Confinados en nuestras islas móviles, volvemos a lo básico: a cuidarnos, al activismo, a la comunidad. El arte se ha desprendido de la realidad. Nos llega en estallidos de visiones. Como debería de ser. Utopía no es un lugar que puedas colonizar o sobre el que puedas construir —es una isla sin tierra, una forma de vida—. El faro es una metáfora. Estoy listo para beber el combustible.
Travis Diehl has lived in Los Angeles since 2009. He is a recipient of the Creative Capital / Andy Warhol Foundation Arts Writers Grant (2013) and the Rabkin Prize in Visual Art Journalism (2018).
Este ensayo se publicó originalmente en Carla issue 22.