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La artista ha cambiado de nombre cinco veces a lo largo de su vida: de su nombre de cuna a su nombre de casada, al nombre de su perro, a un segundo nombre de casada y finalmente al nombre compuesto que utiliza hoy en día. Este tipo de mutabilidad es inusual, incluso estigmatizada —recuerdo ver el documental The Cool School, de 2008, sobre Ferus, la (por demás) aclamada galería de Los Angeles, y ver el nombre de la historiadora del arte Shirley Neilsen siendo forzosamente cambiado por los cineastas mediante un texto blanco en la pantalla: sus matrimonios y el final de estos no fueron nunca explicados de forma que ella tuviera el control—. Durante décadas, las artistas se han aferrado, comprensiblemente, a sus propios nombres —Lee Krasner y Helen Frankenthaler nunca usaron el nombre de sus maridos en su faceta profesional y aun así se las acusó de ir montadas sobre los faldones de sus parejas masculinas—. La presión sistemática por salvaguardar “un nombre propio” hace que el rechazo a adaptarse de Peeples-Bright resulte más deliberado, desafiante y —para mí— atractivo.
Pero, incluso si acertara al interpretar cierto rechazo en la obra y la vida de Peeples- Bright, he de admitir que es algo que siempre voy buscando y de lo que espero sacar algo. Quiero vivir en un mundo diferente, más liberado que en el que nos encontramos atrapados la mayoría de nosotros, y quiero que el arte me ayude a encontrarlo, aunque los mundos del arte hayan probado, una y otra vez, su total compromiso con la realidad jerárquica, restrictiva y capitalista.
La obra de Peeples-Bright resiste ante estas realidades ignorándolas casi por completo, sumergiéndose totalmente en un intenso estilo inconfundible, que ha merecido más atención de la que ha recibido por parte del mercado durante las últimas décadas, pero que también resulta tan atractivo por no doblegarse ante las fuerzas del mercado. Los cambios de nombre de la artista —visibles a lo largo de la obra en su reciente exhibición, beautiFOAL [juego de palabras entre el término beautiful (hermoso) y foal (potrillo)], en la Galería Parker— son la variación más dramática de medio siglo de pinturas y cerámicas, que, por otro lado, permanecen llamativamente uniformes. No ha habido fases diferenciadas, ni saltos de la abstracción a lo gurativo (como Philip Guston), ni divergencias de un patrón hacia el experimento con foto y video (como Howardena Pindell). La exuberancia, que se las apaña para ser, al mismo tiempo, completamente sincera y burlona, ha estado ahí desde que completó la escuela superior a principios de la década de los 60. También ha estado ahí el maximalismo texturizado, la fijación con los animales y los estampados, la aliteración en sus títulos y la estilizada simpleza infantil de su estética (alcanzada y conservada con una calculada continuidad que podría hacer referencia a cualquier niño real). Contemplemos un abarrotado cuadro de la sala principal en la exhibición de la Galería Parker, Gira e Gibraltar with Gecko Gypsies and Geraniums [Jirafa Gibraltar con lagartos gitanos y geranios] (1979), en el que larguiruchas jirafas moteadas flotan dentro de un terreno rojo anaranjado como piezas de fruta atrapadas en gelatina, incluso el cielo azul se atraganta con las nubes verticales de imposible consistencia, que aparecen representadas con total delicadeza.
Esta fijación con la abundancia y la meticulosa construcción de mundos que Peeples-Bright lleva a cabo sobre el lienzo también se ha extendido sobresu vida. Pinta a mano su ropa y, a finales de los sesenta, con la ayuda del que entonces era su marido, David Zack, pintó una casa victoriana de finales del s. XIX en el Filmore District de San Francisco. Igual que con sus cuadros, esta visión desbordante resultaba coherente e inspirada (puede que radical pero nunca enloquecida): empleó todos los colores disponibles en el grupo de pinturas Dutch Boy, cada detalle del exterior de un color diferente, dibujos de bestias rodeando los apliques de luz del techo (“no es la Capilla Sixtina, pero está bien”, se puede leer en un pie de foto del San Francisco Chronicle1), y un dibujo de su perro Woof W. Woof en el estudio. Un gran caimán escala por la parte exterior de la entrada. En ocasiones, amigos —e incluso extraños— paraban para ayudar a pintar, adentrándose en la colorida utopía durante unos instantes. Hubo otra utopía, aunque de muy poca duración, que eclosionó en el interior de la casa. En 1970, Maija y David, un profesor de literatura, hicieron planes con amigos y estudiantes para un experimento colectivo de aprendizaje y vida en Italia. Los estudiantes recuerdan a Maija cortando rabo de toro para hacer una sopa mientras el grupo charlaba. El grupo de los 31, en efecto, llegó a formar una comunidad de aprendizaje en el castillo de una antigua condesa, llamado Monte Capanna, cerca de Perugia, en Italia. Mientras estuvieron allí, compartieron la responsabilidad de caldear el edificio, encontrar alimentos y engrosar el currículum. Duró apenas seis meses, y una página web dedicada a registrar el proyecto está ahora enmarañada por visiones contrapuestas y complicadas (sobre cómo, aparte de la pretendida liberación, las tareas seguían siendo un trabajo femenino, sobre las luchas internas y la paranoia que impidió que el proyecto llegase a ser todo lo que habría podido; sobre Maija siendo “TAN RARA” pero una excelente cocinera2). La obra maestra de la casa en San Francisco tampoco perduró: tras su separación la vendieron, y sus arcoíris cayeron víctimas del creciente conservadurismo californiano y el gusto insípido de la década de los ochenta. Pero en los cuadros de Peeples-Bright, la promesa y la posibilidad de entornos no conformistas, y del tipo de vida al que dichos entornos anima, se mantienen sin ataduras.
Pienso mucho sobre el inconformismo y en ocasiones le asigno cierta pureza inmerecida. Cuando, en realidad, conformarse —o negarse a conformarse— tiende a ser una realidad más engorrosa, en el arte pero especialmente en la vida. Este verano, leí Utopía (1984), de la poeta Bernadette Mayer; despacio, por la noche y por la mañana, como si fuese mi biblia y necesitase uno o dos versos al día para subirme el ánimo. Al principio, pensé que me gustaba Mayer porque rechazaba el reconocimiento y desestimaba la validación del mundo literario. En el libro dice cosas como: “No importa quién sea, en la tradición utópica no soy nadie, ni mujer ni hombre ni persona…”3. Pero al continuar leyendo sus ensayos, poemas y cartas, empecé a captar más frustración. En un poema de 1978, llama a los artistas y poetas “Inquilinos de una visión que alquilamossin cesar”4. Mayer también se sentía atascada —su enojo con el arribismo no llevó a la liberación—. Pero su arte ofrece una especie de modelo para negarse o escapar: en Utopía, especialmente, canaliza su rabia imaginando una tierra de ensueño lo suficientemente modesta como para parecer casi posible, en la que “no hay lugares que parezcan jaulas, …todas las ventanas pueden abrirse, los lugares se abren a otros lugares, los pasillos son generosos, no hay alquiler…”5
En las utopías de los cuadros de Maija Peeples-Bright, mundos en los que el absurdo, el deleite y la curiosidad tienen permitido orecer juntos sin tensión jerárquica, el escape parece ya haber sucedido —hay algunos restos de un mundo antiguo, menos ideal—. Este modelo utópico, bastante menos modesto que el de Mayer, parecería inalcanzable si no fuese por el ejemplo de la Casa Arcoíris. El hecho de que, en una ocasión, la artista moviese sus sensibilidades y sus “bestias” (tal y como llama a sus criaturas pintadas) hacia un entorno inmersivo, físico, en el que la gente allí reunida se encarga de su construcción de mundos, resulta sorprendentemente plausible y tangible (incluso siendo la Casa Arcoíris anterior a la dificultad de poseer, hoy en día, una verdadera propiedad en San Francisco). Por lo general, sus mundos de pintura se caracterizan por una cualidad inclusiva, unificadora, como en Mountain on Wheels with Cat Canoeist [Montaña sobre ruedas con gato piragüista], que se encuentra entre las obras más recientes dentro de la exhibición de la Galería Parker. En este cuadro, la sinfonía de mamíferos es, casi en su totalidad, una amalgama de otros animales, humanos incluidos. El lienzo sobresale y brilla; ningún espacio permanece vacío. Los leopardos salen del agua y se enroscan dentro de las canoas; jirafas de muchos colores, un collage de telas con puntos adorna la montaña —que, efectivamente, descansa sobre unas ruedas— y pingüinos y murciélagos pequeños y repetidos ocupan el fondo. La repetición que caracteriza sus cuadros contribuye a la impresión de un universo completo —como cuando realizas la misma tarea durante tanto tiempo que se convierte en un cauce para una forma diferente de imaginar—. Por ejemplo, con Mountain on Wheels, los leopardos y las manchas de los leopardos son tan omnipresentes que es imposible centrarse en uno solo; en cambio, te ves arrastrado hacia el motivo de leopardos en general. Estos cuadros exigen una presencia absoluta; parecen escotillas de escape de un mundo de producción cultural que equipara una especie de distancia escéptica y fría prepotencia con una atractiva inteligencia.
La noción de huida ha sido un tema en el discurso artístico durante el último medio siglo. Lucy Lippard escribió memorablemente sobre el arte desmaterializado como una especie de “intento de huida”6, artistas tratando de desarmar un mundo dirigido por el mercado y el caché haciéndolo inalienable. Pero, por supuesto, tan pronto como esos objetos se convertían en tendencia, el mercado empezaba a llamar a la puerta. En su libro de 2016, Tell Them I Said No, Martin Herbert narra la vida de artistas que intentaron escapar de las expectativas del mundo del arte, ya fuese parando de crear, parando de enseñar a los demás lo que habían creado o amañando el sistema para tener el control sobre sus demandas. Charlotte Posenenske, por ejemplo, creó esculturas interactivas, modulares y vagamente industriales, e invitó a los espectadores a que las reordenasen como mejor les pareciera. Pero entonces se volvió hacia el estudio sociológico del empleo y el trabajo industrial, centrándose sobre todo en el trabajo de las cadenas de montaje, después de que el arte hubiera fracasado en su intento por proporcionar los efectos transformadores que buscaba. Su deserción solo fue percibida —y mitificada— décadas más tarde, cuando su trabajo comenzó a reaparecer en las exhibiciones. En aquel momento, sin embargo, sus opciones tenían que ver principalmente con la manera en la que quería vivir, escogiendo realizar un trabajo que le parecía que podría dirigir la atención hacia las desigualdades sociales y a lo mejor ayudar a remediarlas.
En una charla sostenida en 2018 con el curador Hans Ulrich Obrist, Luchita Hurtado, que falleció este pasado agosto a los casi 100 años (y conocía a todo el mundo: desde Salvador Dalí a Leonora Carrington hasta las Guerrilla Girls), bromeó sobre la mitificación de los artistas. “¡Vivo de nuevo!”, bromeó, después de que Obrist ofreciera un resumen de sus últimas exhibiciones tras ser “redescubierta” a los 90 años por el mundo comercial del arte, que premió su descubrimiento organizando exhibiciones en galerías e instituciones7. También señaló, después de que Obrist le pidiese que describiese sus encuentros con Duchamp y otros artistas famosos, que nunca se sabe quién será recordado por la historia y que resulta absurdo hablar en esos términos. Trabajó toda su vida, en ocasiones con un sentimiento de autoprotección hacia su producción (como cuando pintaba autorretratos de sus piernas y sus pies mientras se encontraba metida en un armario, en parte porque era el único lugar, siendo la madre de tres hijos, en el que podía estar sola) y en otras ocasiones no. Su obra, no la acogida de la misma, es la prueba de ese compromiso y de las exploraciones que ha llevado a cabo (con imaginería, espiritualidad y lenguaje). Ella también construyó un mundo: uno más tranquilo, más voluble que el mundo de Peeples-Bright, pero puedes precipitarte en sus pinturas y sentirte sostenido por una realidad que exige presencia y que valora las nimiedades y la incertidumbre por sí mismas.
Igual que Hurtado, Peeples-Bright siempre ha producido arte, y no siempre ha sido laureada con tanta fuerza o con tanto alcance como otros miembros de la escena del California Funk de la que surgió (por ejemplo, Roy De Forest). Pero resulta prácticamente imposible apreciar y absorber todo lo que hace Peeples-Bright si se está demasiado ocupado pensando en las complejidades que rodean la acogida de un artista en relación con el mérito otorgado por el mundo del arte. Tampoco hay demasiado espacio para el escepticismo en las colecciones que crea. Su mayor y más impresionante rechazo es la negativa a ser nada que vaya más allá de ser mundos plenos, perfectamente manufacturados, que prosperan y rebosan; Peeples-Bright escoge, en cambio, vivir entre sus bestias y rehusa permitir que las mezquindades humanas reciban el aire suficiente para sobrevivir.
Uno de sus primeros cuadros, Goose Lady Godiva [Ganso Lady Godiva] (1969), supone un ejemplo poco frecuente, en el que una figura humana —una carnosa mujer con aspecto de reina montada a caballo, que yo interpreto como la personificación de la ley del más fuerte con diseño humano— se hace con un espacio desproporcionado en comparación a las manadas de animales de Peeples-Bright. A los animales que rodean la figura parece divertirles y no convencerles del todo la prominencia pomposa y jerárquica de la figura dentro de la composición —los numerosos gatos sonrientes y flotantes parecen estar esperando a que salga del marco para poder continuar con sus travesuras.
Este ensayo se publicó originalmente en Carla issue 22.