Our advertising program is essential to the ecology of our publication. Ad fees go directly to paying writers, which we do according to W.A.G.E. standards.
We are currently printing runs of 6,000 every three months. Our publication is distributed locally through galleries and art related businesses, providing a direct outlet to reaching a specific demographic with art related interests and concerns.
To advertise or for more information on rates, deadlines, and production specifications, please contact us at ads@contemporaryartreview.la
Durante semanas, he estado ocupada con los tweets brillantemente elaborados de la escritora gastronómica independiente Tammie Telemariam, quien ha estado alimentando, apoyando y twiteando en directo los ajustes de cuenta de los medios de comunicación gastronómicos desde principios de junio. En su primer grand slam, twiteado junto a una foto del que ahora es antiguo director jefe de Bon Appétit, Adam Rapoport, con la cara maquillada como un latino (dos fuentes anónimas le enviaron la foto, que el editor supuestamente tuvo sobre su escritorio1), se podía leer: “¡¡¡No sé por qué Adam Rapoport no escribe él mismo directamente sobre la comida portorriqueña para @bonappetit!!!”2. Horas más tarde, Rappaport —quien, según cuentan múltiples testimonios, propiciaba una cultura discriminatoria tóxica en la publicación— había renunciado. Pero quizás mi tweet favorito llegase después de que los tweets de Telemariam contribuyeran a la dimisión del editor de la sección gastronómica de Los Angeles Times, Peter Meehan: “Estoy muy feliz de que el auténtico periodismo pueda comenzar ahora que a todo el mundo se le está soltando la lengua”3. En su simplista concisión, su tweet subrayó la meta ideal de muchos de los medios de comunicación recientes: destapar, y con suerte eliminar, una toxicidad que estrecha, sofoca y pone trabas al acto de escribir sobre cultura —la importancia de lo cual ha quedado resaltada por los levantamientos en curso en contra de la violencia racista sistémica.
No todo el mundo aprecia que tweets como los de Telemariam tengan calado. Al tiempo que escribo esto, la controversia y las respuestas crecen en torno a “lo que ahora se conoce como ‘La Carta’”. Publicada por la revista Harper’s, firmada por lumbreras como puedan ser Ian Buruma (que se vio forzado a dimitir del New York Review of Books después de solicitar un ensayo a un presentador de radio caído en desgracia en el que exponía su versión de los hechos ante un supuesto asalto sexual4) y Bari Weiss (antigua columnista y editora en el New York Times, que alegaba de manera frustrada en su carta de dimisión que “Twitter se ha convertido en el editor final [del Times]”5). La carta de Harper’s responsabiliza a las redes sociales de un número de ajustes de cuentas, lamentándose de las actuales “peticiones de rápida y severo castigo en respuesta a lo que se percibe como transgresiones en el lenguaje o el pensamiento”6.
Mayoritariamente, los firmantes parecen preocupados por su propia capacidad para seguir diciendo lo que quieran en los medios de comunicación tradicionales en medio de los mecanismos de las redes sociales —y sobre la creciente influencia de los que una vez fueron escritores poco reconocidos, que ahora pueden provocar la caída de los poderosos con 280 caracteres—. Sin embargo, muchos escritores se muestran frustrados porque Twitter sea usado como último recurso. El editor de narraciones digitales del New York Times, Jamal Jordan, señalaba esta situación twiteando que “El único poder editorial real con el que cuentan muchos escritores negros consiste en avergonzar potencialmente a sus instituciones en Twitter”, y añade “Para nada una estructura tóxica”7.
En los medios de comunicación del mundo del arte, mi nicho personal, los destapes han sido relativamente pocos, incluso entre las redes sociales (aunque no se pueda decir lo mismo sobre los museos). Pero no nos vendría mal un ajuste entre nuestras filas. Con el arte, al igual que cuando se escribe sobre otras áreas culturales, las voces de los escritores BIPOC no suelen recibir un apoyo adecuado ni lo suficientemente amplio. Esto tiene como resultado un discurso dominante insidioso —a menudo ofensivo— reprimido, sobre las lecturas, efectos y posibilidades del arte. Tal y como ha sido señalado a menudo en las últimas semanas (y anteriormente), aquellos de nosotros que somos blancos tenemos la responsabilidad de pedirnos cuentas en nuestras propias áreas por nuestro a menudo insoportable, y menos que poco tratado, privilegio blanco, sobre todo si queremos un debate que sea vivo, abierto, incisivo, receptivo y documentado con suficiente y amplia evidencia.
En mayo, apenas dos días antes del asesinato de George Floyd, que marcó el inicio de los levantamientos antirracistas que siguen sucediéndose, la cojefa y crítica de arte del New York Times, Roberta Smith, ofreció una charla en directo en Instagram a través de la Donald Judd Foundation. Casi al final de la misma, le preguntaron acerca de los escritores que la influenciaban. Reconoció estar en deuda con el propio Judd y comentó que solía leer los trabajos del crítico de arte de toda la vida del New Yorker, Peter Schjedahl, así como de su propio marido durante los últimos 28 años, el crítico de arte del New York Magazine Jerry Saltz. Pensé en los límites de tan pequeña cámara de resonancia compuesta por influyentes críticos blancos tras ver cómo prominentes escritores de arte varones, blancos intentaban, de manera flagrantemente alejada de la realidad, tomar parte en conversaciones del momento —Jerry Saltz twiteó que le gustaban los escritores del Antiguo Testamento y el Libro de los Muertos egipcio después de que un colega animase a los seguidores a comentar sus escritores y pensadores de arte negros favoritos8—; otro crítico —que eliminó su tweet poco después de publicarlo— comparó el tiempo gastado en frente de las pruebas de pantalla de Andy Warhol con el tiempo que George Floyd permaneció atrapado bajo la rodilla de su asesino. Ambos críticos, creo yo, se consideran progresistas, y en el lado correcto de la historia —pero, tal y como señala Saidiya Hartman en Scenes of Subjection: Terror, Slavery, and Self-Making in Nineteenth-Century America (Escenas de sumisión: terror, esclavitud y realización personal en la América del siglo XIX, 1997), las presuntas buenas intenciones cuentan con una larga historia de reinscribir la subyugación9 (o en palabras de Ta-Nehisi Coates: “El problema con las buenas intenciones es que no aceptan la verdadera responsabilidad”10).
En las semanas que siguieron al asesinato de George Floyd, los escritores y críticos de arte predominantes —en particular, el puñado que cuenta con un trabajo a tiempo completo que llega para pagar las facturas— no mostraron especial interés en la responsabilidad. O quizás mostraron lo mal preparado que se encuentra un mundo del arte enrarecido —que continúa complaciéndose en su propio elitismo al tiempo que emite palabrería vacía sobre políticas de inclusión— para encontrarse con momentos así. Philip Kennicott, del Washington Post, apuntó a la relevancia con un ensayo sobre cómo deberíamos dejar los pedestales en pie después de derribar los monumentos de los confederados (“los pedestales vacíos pueden significar cualquier cosa”11). También para el Washington Post, Sebastian Smee reflexionó acerca de la “elevada conciencia” del artista Mark Bradford —en particular, las vistas aéreas que toma de los paisajes urbano— para finalizar con la inútil reflexión de que, a lo mejor, incluso si “tratamos de identificarnos y conversar los unos con los otros”, nada cambiará12. Smee y otros críticos blancos de los medios de comunicación tradicionales parecen sugerir que las dinámicas de poder pueden ser demasiado fuertes como para ser cambiadas —y, al hacerlo, se evitan el tener que implicarse en un papel que propicie el giro.
Los críticos blancos renunciando a su responsabilidad dejan que el peso de la defensa del cambio recaiga, mayoritariamente, sobre la gente de color, como ya ha pasado antes. En 2019, un ensayo de Elizabeth Méndez Berry y Chi-hui Yang, publicado en la sección de opinión (en vez de en la de arte) del New York Times, lanzaba un llamamiento por “alejarse de consagrar a dos o tres críticos de color talentosos y acercarse a ecosistemas de ideas y gustos caleidoscópicos”13. Escribían: “Necesitamos una cobertura para la cultura rigurosa, alegre, que no vaya unida a la clase y las credenciales”14. El uso de las palabras —“riguroso, alegre, caleidoscópico”— era tan energizante como exacto.
El Whitney Biennial 2019 seguía en marcha cuando Méndez Berry y Yang publicaron su ensayo. Las críticas consiguientes (de escritores blancos mayoritariamente) demostraban un escepticismo que, en parte, reflejaba la propia incapacidad de los críticos para identificarse con la amplia gama de perspectivas y experiencias, incluyendo el ofrecimiento de información sobre las obras artísticas. (De forma notable, el espectáculo incluía más artistas BIPOC que ninguno de los anteriores Whitney Biennial). En el WNYC, Deborah Solomon denominaba a la supremacía blanca como “un manido eslogan académico”, haciendo referencia al rótulo del mural que acompañaba al tapiz del artista Nicholas Galanin White Noise, American Prayer Rug (Ruido blanco, alfombra americana para rezar) (2018)15. La alfombra representa la imagen estática de una pantalla de televisión, que el artista ha mencionado que trata sobre la “blancura basada en algo más que la complexión” (p. ej., “capitalismo, creencia ciega” y la protección del poder)16. Galanin y otros artistas exhibidos recurrieron a Instagram para plantar cara a dichas críticas —lo que Galanin denominó “afirmaciones vagas”17—, fundadas en la falta de comprensión de artistas cuyas experiencias y motivaciones no eran familiares para los críticos que escribían sobre ellas. “Está claro que gente de color escribió críticas sobre el [Biennial]”, escribieron Méndez Berry y Yang, pero de forma menos visible, “creando una dinámica que toma forma en la percepción de que las opiniones de la gente de color no son universales. Esto tiene su importancia porque la cultura es un campo de batalla en el que algunas narrativas ganan y otras pierden”18. Una crítica, Aria Dean, que escribió sobre el espectáculo para X-TRA, señaló este mismo campo de batalla, llamando al Biennial y a las controversias de sus asistentes “una oportunidad no solo para proceder con un mayor sentido de la ética en la práctica, sino también para revaluar qué es lo que buscamos en el arte y qué es lo que este puede darnos”19.
Méndez Berry y Yang ofrecieron generosamente a la institución de críticos indicaciones para ayudarles a cambiar. Entre ellas: “Las corrientes populares e independientes deben pagar a los críticos un salario que dé para vivir y rechazar los modelos de negocio que no lo hagan”; las publicaciones dirigidas por BIPOC deben recibir capital filantrópico y de emprendimiento; “los críticos blancos de la vieja escuela deberían hacer hueco” para “los escritores de color que han sostenido a empresas pequeñas y online durante años”20. El artículo ha sido citado a menudo, en parte porque muy pocos artículos que hayan aguijoneado la posición dominante de la crítica blanca en el mundo del arte han recibido un posicionamiento tan prominente, antes o tras su publicación. Mientras tanto, las autoras continúan promulgando el cambio que reclaman. Critical Minded, la iniciativa que ayudaron a fundar en 2017, pretende ayudar financieramente a los críticos de color con un asesoramiento, ofreciendo su primera gran subvención durante la pandemia para ayudar a los escritores BIPOC. Los críticos Hua Hsu, del New Yorker, y Jessica Lynne, cofundadora y editora de ARTS BLACK —una publicación de crítica de arte desde perspectivas negras—, forman parte de la junta directiva.
Pero, tal y como han demostrado los últimos escritos, de mano de los principales críticos (blancos) fuera de onda, muy poco ha cambiado de forma visible en los medios populares prominentes. Y, mientras que el curso de acción más generativo es, sin duda, seguir las directivas de Critical Minded y apoyar a los escritores que ya se encuentran realizando el trabajo necesario para cambiar este campo, también tiene valor el señalar las deficiencias de las principales plataformas, ya signifique esto señalar sus omisiones críticas o reconocer nuestra condicionada dependencia a su autoridad.
Tomemos, por ejemplo, el artículo de final de década escrito por Roberta Smith para el New York Times a finales de 2019, titulado “A Sea Change in the Art World, Made by Black Creators” (“Cambio de corriente en el mundo del arte, hecho por creadores negros”). En él, señala su propia “revelación transformadora” de que “muchos artistas” no deberían exhibir todo lo que hacen21. Esto lo aprendió con la controversia surgida alrededor del cuadro de Dana Schutz sobre Emmett Till, incluido en el Whitney Biennial de 2017 y que fue objetado por convertir la muerte negra en un espectáculo. Smith daba crédito a la carta abierta de la artista y escritora Hanna Black con la que dio inicio a la controversia, escribiendo que se encontraba “agradecida por el extremismo de la postura [negra]” incluso aunque no estuviera del todo “de acuerdo”22. Al enmarcar a Black como la única instigadora “extremista”, reducía el poder colectivo de una conversación en la que Black había, de hecho, entrado junto a muchos otros. De esta manera, el agradecimiento de Black se interpreta como condescendencia indirecta, como si el valor de la controversia residiese en ampliar los horizontes de la gente (blanca) —una perspectiva no poco común—. (Contemplemos una anécdota del conciso y agradable nuevo libro de Kimberly Drew, This is What I Know About Art [Esto es lo que sé sobre arte], en el que una discusión sobre la artista Coco Fusco, en una clase de historia del arte de la universidad, degenera en un confesionario de culpabilidad blanca, en vez de en una exploración profunda de la obra de Fusco. Más adelante, el profesor de Drew le dice que no debería haber escogido historia del arte si quería tener conversaciones con los demás estudiantes de color23).
Otros, especialmente críticos no de raza blanca, que escribieron sobre la controversia de Dana Schutz lo han abordado de manera diferente. En su libro Whitewalling: Art, Race & Protest in 3 Acts (Pared blanca: arte, raza y protesta en tres actos) (2018), Aruna D’Souza reconoce que la carta de Black “fue solo una más de muchas declaraciones e intervenciones”, citando lo que muchos otros hicieron en las redes sociales. D’Souza también enmarca las protestas en un contexto que no gira en torno a quién puede mostrar qué (p. ej., si Schultz tenía derecho a representar el cuerpo asesinado de Till), sino sobre “las decisiones curatoriales que proporcionaron [a Schultz] una plataforma, mientras que negaban a otros una misma oportunidad”24. De forma similar, en su reseña de Artforum del Biennal de 2017, Tobi Haslett encuadraba los fallos en una obsesión curatorial con lo tópico por su propio bien, que resultaba en “una exhibición inevitablemente fallida, un mar enorme que salpica, roto en lugares por acantilados de buen trabajo”25. Concedió la mayor parte del espacio a este “buen trabajo”, como los de Deanna Lawson y Henry Taylor, relegando el debate sobre el cuadro de Schutz a una rápida frase al término.
La cuestión sobre quién y qué recibe atención saltó con la cobertura del artista Dread Scott, Slave Rebellion Reenactment (Recreación de la rebelión de esclavos), en noviembre de 2019, una reinterpretación del Levantamiento de German Coast en 1811 a las afueras de Nueva Orleans. Dos reporteros de Guardian siguieron a los actores, twiteando en directo y actualizando los artículos a medida que progresaba la performance de dos días de duración. Su reportaje estaba bien en la superficie, pero en su enfoque celebratorio de una performance sobre la historia del racismo, falló al no cuestionar presunciones (un subtítulo de Guardian denominaba el levantamiento como una “historia no contada”, no teniendo en cuenta a aquellos que han conocido la historia desde generaciones atrás). En un ensayo para Burnaway, que parte de una serie de reflexiones escritas por escritores negros sobre el Reenactment de Scott para dicha publicación, la editora Kristina Kay Robinson apuntaba la desequilibrada fijación de un de los reporteros de Guardian con el único momento en el que se representa la muerte blanca. El periodista entrevistó al actor blanco, que interpretaba al dueño de una plantación, preguntando sobre su herencia familiar y sus sentimientos. Ver la fijación en las buenas intenciones y el deseo de redención de este hombre llevó a Robinson a cuestionarse la intencionada omisión de muerte negra en la performance:
Así que, mientras la performance evitó representaciones innecesarias de las violentas muertes de gente negra, se inventó otro tipo de violencia. Mientras seguía la cobertura de la reconstrucción, me pregunté: ¿en beneficio y comodidad de quién se ha omitido la violencia que se nos infringió?26
Robinson también desafió la noción de que la historia del levantamiento hubiese sido desconocida o nunca hubiese sido contada. Su abuela nació en Reserve, Louisiana, emplazamiento de la antigua plantación de Belle Point en la que se encontraban esclavizados muchos de los participantes del levantamiento alemán. Más adelante, la plantación de Belle Point se convirtió en hogar de una plantación de caucho que ha envenenado a los residentes del área circundante (la incidencia de cáncer es cerca de 50 veces mayor al de la media nacional). Al contrario de la mayoría de los periodistas, Robinson, de forma única, considera el levantamiento en relación con los efectos duraderos de la violencia en el mismo lugar geográfico
La blancura de los medios de comunicación dominantes en el mundo del arte resulta en conversaciones blanqueadas —no exclusivamente cuando se trata de escribir sobre artistas BIPOC, aunque el blanqueamiento suele ser más visible en estas ocasiones—. Esto debe cambiar, pero al tiempo que nos movemos por este cambio, también necesitamos dirigir la atención y los recursos hacia aquellos que ya se encuentran escribiendo críticas, que no se encuentran reprimidas por las jerarquías excluyentes del campo y se orientan hacia un futuro de la crítica más horizontal. Jessica Lynne reclamaba un tipo de espacio de orientación “horizontal”, en su reciente y elocuentemente penetrante ensayo “Criticism is Not Static: A black feminist perspective” (“La crítica no es estática: una perspectiva feminista negra”), al preguntar: “¿Qué aspecto tiene la crítica cuando rechazamos el mito de que solo puede manifestarse de determinadas maneras?”27. El futuro de las publicaciones sobre arte se ve beneficiado al cuestionarse su inmovilismo —una jerarquía crítica de arriba a abajo, en la que los pocos arraigados reciben una gran visibilidad, mientras que otros intentan ejercer su poder en el limitado espacio de un tweet—. Y si queremos tomar parte en conversaciones sobre arte más expansivas, inquisitivas y, por lo tanto, representativas, necesitamos dirigir la mirada hacia aquellos que ya se encuentran imaginando y logrando una forma de hacer crítica más horizontal y recíproca, en la que las plataformas no solo dan la bienvenida, sino que buscan y dan espacio al diálogo alegre.
Este ensayo se publicó originalmente en Carla issue 21.