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En enero de 2016 tuve el enorme y surrealista placer de entrevistar a Robert Irwin, el innovador artista del sur de California fallecido el año pasado a los 95 años. Él mismo escogió el lugar —un McDonald’s cualquiera de San Diego— y, a lo largo de 90 minutos, dio cuenta de la trayectoria de su carrera. En 1970 abandonó su estudio de Venice Beach para dedicarse al “arte condicionado por el lugar”, una práctica itinerante de su propia invención. Durante medio siglo viajó de un lugar a otro “para hacer obras en respuesta”, como él decía, ideando instalaciones a menudo temporales que resaltaban la belleza particular y olvidada del lugar. Estas obras solían emplear los materiales más sencillos para conseguir el máximo efecto, como un corte cuadrado en una ventana para introducir el mar en un museo, o un tejido diáfano colgado del techo para dotar a la luz de un cuerpo físico. Irwin estuvo asociado al movimiento Light and Space [Luz y Espacio], un nombre que nunca gustó a ninguno de sus exponentes, pero la contemplación que hizo durante toda su vida de las cualidades inefables de la luz siempre se me antojó como una devoción piadosa a lo sublime. Irwin lo expresó de forma más sencilla: “Parte de mi treta es hacerte consciente de lo jodidamente bello que es el mundo”.
Irwin redefinió de forma fundamental las posibilidades del arte, no solo para mí, sino en el curso general de la historia del arte. Salí de nuestra conversación convencida de que los artistas deben poseer algún don sobrehumano de visión. Pero hace muy poco, al releer nuestra transcripción tras la noticia de su muerte, me di cuenta de dos cosas importantes: en primer lugar, lo que yo creía que era una conversación era en realidad su conferencia habitual en las escuelas de arte (de la que se pueden encontrar muchos buenos ejemplos en YouTube1) y, en segundo lugar, como crítica aún joven, tenía una comprensión tan superficial de lo que decía que me perdí la mayor parte del significado subyacente. En los términos más sencillos y desarmadores, mientras dibujaba en una servilleta del McDonald’s2, Irwin presentaba todos los misterios que había desvelado laboriosamente: la verdad del arte como un esfuerzo gradual y abierto, un proceso de toda la vida en el que se sigue la propia curiosidad hacia lo desconocido. Había construido una filosofía que desmitifica por completo la crítica de arte, atravesando la niebla de la jerga artística, la exageración y otras distracciones. Su rúbrica para evaluar críticamente el arte se reducía esencialmente a una pregunta: ¿la obra le conmueve o no?
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La conferencia de Irwin en el McDonald’s comenzó con un breve y heroico relato sobre el arte moderno, en el que describió a Kazimir Malevich desvelando sus cuadros de cuadrados blancos a principios del siglo XX: “Sus amigos, no sus enemigos, dijeron: ‘Dios mío, Malevich, todo lo que conocemos y amamos ha desaparecido’”. La lección subyacente aquí era que, una vez cada mucho tiempo, cuando te das cuenta de que ya no puedes avanzar desde donde estás, el curso del progreso humano necesita un reinicio duro: “Volver a empezar desde el principio”, escribió Irwin en Artforum en 2012 “que es la historia esencial del arte moderno”3.
La práctica de Irwin comenzó en Los Angeles en los años 50 con la pintura expresionista abstracta, que en la década siguiente había evolucionado hacia el desmantelamiento total de sus partes constituyentes. “Separaba todas las piezas y examinaba cada una de ellas”, decía, lo que empezaba por reducir sus lienzos en dos pares de líneas paralelas. Irwin pasó gran parte de los primeros años 60 en un estado de tranquila contemplación, estudiando la tensión fluctuante entre estas líneas, probando qué tipo de energía podía producir la pintura ordinaria. Sus pinturas de puntos de 1963 reflejan de forma excepcional su énfasis en el aspecto físico por encima de la imaginería: compuestos por una neblina casi imperceptible de puntos rojos y verdes, desde lejos se perciben como lienzos en blanco, pero de cerca irradian una luz extraña y seductora. Con estas pinturas de puntos, Irwin había refutado la necesidad de trazar marcas, y sus posteriores pinturas de disco rompieron las convenciones del marco. Este sucesivo desmantelamiento de las convenciones pictóricas “me llevó diez, quince años, pero finalmente lo desmantelé todo”, dijo Irwin, “sin saber cuál sería el resultado, ni adónde iría”. Y así, en 1970, habiendo llegado, de hecho, a desmantelar todo su estudio, “me puse en camino”.
En este punto de nuestra conversación, el artista se tomó un momento para recordar el proceso de desempaquetar una pieza de cerámica raku japonesa, un trámite aparentemente tedioso que consistía en desatar un lazo, abrir una caja y meter la mano en un saco cerrado con cordón. La función subyacente, descubrió, era que al final “te han bajado a una escala en la que, de repente, la huella de un pulgar se vuelve significativa”. Aunque en aquel momento este inciso me pareció insignificante, es así como entiendo la trayectoria de la práctica de Irwin: los pasos, numerosos pero necesarios, que hay que dar para volver a entrenar la propia capacidad de ver. Irwin tenía una descripción extraordinariamente directa de su proceso. “Miras una cosa y pasas tiempo con ella”, decía, y después de analizar las minucias que la hacen bella, encuentras la forma de sacarlas a la luz. Le encantaba la translucidez de la tela de malla por la forma en que traza los contornos de la luz como si fuera un objeto físico, y en 1997 colgó un pliego a media altura del techo del Whitney Museum of American Art. Desgraciadamente, la instalación no fue bien recibida. En ausencia de los indicadores tradicionales del arte —sin imágenes, sin señales, sin marcos—, los visitantes entraban, veían una galería aparentemente vacía e inmediata mente volvían a salir4.
Sin embargo, lo más sorprendente que he descubierto es que cuanto menos condicionado estés por las convenciones artísticas, más fácil te resultará leer la obra de Irwin. En 2016 llevé a un amigo a ver All the Rules Will Change [Cambiarán todas las reglas], la exposición de Irwin en el Hirshhorn Museum de Washington D. C. Mi amigo no tenía nada que ver con el mundo del arte y nunca había oído hablar de Irwin, pero le resultó extraordinariamente fácil analizar la intención conceptual del artista y sus ingeniosos chistes. Mi amigo miró Square the Circle [Cuadrar el círculo] (2016), una vasta franja de malla extendida a lo largo de la curva de la arquitectura circular del museo, y dijo: “La pared está ahí, pero no está”. Ante un cuadro de puntos, se frotó los ojos con incredulidad. Para él, la energía que irradiaba era como “mirar una bombilla”.
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Tanto en la visión del mundo de Irwin como en la mía, cualquier cosa puede ser arte y cualquiera puede ser artista. Entre sus alumnos del Chouinard Art Institute (ahora CalArts), UCLA y UC Irvine se encontraban Ed Ruscha, Larry Bell, Chris Burden y Vija Celmins, todos los cuales se convirtieron en artistas innovadores cuyas obras no se parecían ni a las suyas ni entre sí5. Le maravillaba su variedad. “Nunca he enseñado a nadie a ser este o aquel tipo de artista”, me dijo, “sino que, con el tiempo, les he enseñado a comprender dónde reside su fuerza”. Esa comprensión es lo que parece querer decir con sus frecuentes referencias a la “sensibilidad”, constantes que definen nuestro compromiso particular con el mundo y nuestra percepción del mismo. “Todos poseemos un intelecto, pero también una sensibilidad, y su sensibilidad es la razón por la que están aquí”.
A esto me refiero cuando digo que una obra te conmueve: a través de la sensibilidad del artista puedes sentir su presencia en su obra. La sensibilidad tiene registros psíquicos y viscerales. Existe una firma estética, como en el realismo meditativo y de alta precisión de un cuadro de Celmins, o el manejo gestual de la pintura de un artista como Ed Clark o Willem de Kooning. (“Nunca podría dar una pincelada tan buena como De Kooning”, dice Irwin. “Sus salpicaduras eran tan precisas como el encaje de un Vermeer”). También está la sensibilidad conceptual de una visión determinada del mundo, como en la exploración que Burden ha realizado a lo largo de su vida de la ansiedad y el placer masculinos. La prueba de fuego para expresar con éxito una sensibilidad —si la obra te conmueve— funciona en todos los tipos de arte, moda, televisión, cine y demás. Irwin admiraba el tuneado de coches como un arte popular del sur de California: un objeto funcional que portaba la sensibilidad de su propietario. “Puede ser la descripción completa de una personalidad y una estética”, dijo Irwin a The New Yorker en 1982. “Lo realzas con tu vida”6.
Lo irónico del enfoque de Irwin para ampliar los horizontes del arte es que también redujo mis definiciones de lo que es el arte. A menudo, cuando veo una obra en una galería, siento la aguda ausencia de su sensibilidad. En esos casos, no me pregunto si la obra es buena o mala, sino si realmente es arte. Poner a Irwin como medida de la máxima ambición artística ofrece un punto de referencia que aclara lo que a otras obras les puede faltar. Podemos empezar por la fisicidad. En su búsqueda de las cualidades perpetuamente esquivas de la energía y la luz, Irwin desarrolló la serena paciencia de un cazador. Por eso odiaba la fotografía de su obra: “Lo interpretas demasiado rápido”. Curiosamente, veo muchas obras que aspiran a interpretaciones rápidas, probablemente concebidas para competir por la atención en un mundo de imágenes digitales; puede que queden muy bien en las redes sociales, pero dan la sensación de estar poco desarrolladas en cuanto a manejo técnico, comprensión del material o textura en la vida real. Y mientras que la fuerza conceptual se expresa a menudo como tensión psíquica o emocional, las fuerzas del mercado del arte —especialmente en nuestra era dominada por las ferias de arte— tienden a preferir la ausencia de fricción de lo puramente decorativo. La trascendencia conceptual se subordina entonces a la ficción artificiosa del comunicado de prensa, y los artistas son menos propensos a aventurarse en lo desconocido, trabajando en su lugar dentro de los límites de lo cómodamente familiar. Todo esto parece una regresión en el progreso artístico, y no del tipo representado por el desmantelamiento mesurado del modernismo. Ad Reinhardt dijo una vez: “El arte es arte. Todo lo demás es todo lo demás”7. Irwin estimó que el 90 por ciento es todo lo demás, y yo tiendo a estar de acuerdo. “Cuando echas un vistazo al mundo del arte actual”, me dijo, “es como si no conocieran las reglas de su propio juego”.
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Al contrario de lo que pensaba en 2016, los artistas no son aquellos que nacen con una visión sobrehumana: “Es solo que un artista se toma su tiempo para sintonizar con su sensibilidad”, como dijo Irwin. Sintonizar significa seguir la propia curiosidad hasta donde esta rompe los muros de todo lo que conocemos y amamos. Lo que llamamos vanguardia comprende todas las extrañas propuestas que resultan de esas rupturas, y la historia del arte se compone de todas las contribuciones que resistieron los repetidos rechazos del canon, así como la prueba del tiempo. En efecto, el tiempo es un excelente filtro, a través del cual las obras poco memorables se olvidan inevitablemente. Hace poco, cuando le pregunté a mi amigo si recordaba haber visto la exposición de Irwin en el Hirshhorn hace casi una década, su respuesta me sorprendió: “Pienso en ello a menudo”, dijo, recordando su sensación de asombro ante la claridad y precisión del artista, y su confusión simultánea ante lo que estaba viendo.
La vida es tan larga y sus posibilidades tan vastas. En el momento de nuestra entrevista, Irwin tenía 87 años y acababa de terminar su obra magna —untitled (dawn to dusk) [sin título (del amanecer al anochecer)] (2016)—, un proyecto que ya llevaba dieciséis años gestándose. (Los retrasos se debieron a la recaudación de fondos y al deseo del artista de dar con la forma idónea)8. Comisionada por la Chinati Foundation de Marfa, Texas, dawn to dusk es la única instalación permanente e independiente de Irwin, y quizá la mejor obra que he visto nunca: un edificio en forma de herradura con dos pasillos paralelos, uno negro y otro blanco, cada uno con doble tela de malla y largas hileras de ventanas a la altura de los ojos que recorren toda su extensión. El pasillo negro es un largo y meditativo descenso a las profundidades de la noche, donde las ventanas a la altura de los ojos recortan el paisaje en una fina línea, enmarcando principalmente el cielo infinito. El sol viaja a su lado, extendiendo periódicamente sus brazos a través de las ventanas y posando sus rayos en la superficie de la malla. Al final del pasillo se encuentra un corto pasaje a través de una serie de mallas que, dependiendo del lado por el que se haya comenzado, se vuelven progresivamente más claras, sacándote de la oscuridad, o progresivamente más oscuras, hundiéndote en ella. En un momento dado, desencadenan la euforia sobrecogedora y primigenia de recibir la primera luz de la mañana, o los recuerdos profundos y evasivos de abandonar el vientre materno y llegar a la Tierra. Cuando la visité en 2018 en un viaje de campo de fideicomisarios organizado por el Nasher Sculpture Center, el pequeño contingente de artistas y marchantes afincados en Berlín calificó la obra de “buena”, que era su forma de decir que estaban profundamente conmovidos. Al menos dos personas lloraron.
Si la práctica artística es un camino —o un pasillo negro, o el empaque de una taza de raku—, tanto el destino como la distancia son desconocidos, pero todas las recompensas se encuentran en el propio camino, y a menudo superan las posibilidades de la imaginación. He tardado seis años en darme cuenta de que la instalación del Chinati de Irwin era su interpretación del amanecer, libre de las limitaciones de la representación. Cada relectura de nuestra conversación ilumina una nueva lección, y sin duda encontraré más mañana. Qué idea tan hermosa: que todos los misterios de la vida ya están ahí, delante de ti, revelándose lentamente a medida que te acercas. Esto es lo más maravilloso que aprendí de Robert Irwin: la única diferencia entre lo conocido y lo desconocido es el tiempo, y siempre hay más por ver.
Esta ensayo se publicó originalmente en Carla número 36.