Our advertising program is essential to the ecology of our publication. Ad fees go directly to paying writers, which we do according to W.A.G.E. standards.
We are currently printing runs of 6,000 every three months. Our publication is distributed locally through galleries and art related businesses, providing a direct outlet to reaching a specific demographic with art related interests and concerns.
To advertise or for more information on rates, deadlines, and production specifications, please contact us at ads@contemporaryartreview.la
En un poema, un verso
puede ocultar otro verso,
Como en un cruce, un tren
puede ocultar otro tren.
—Kenneth Koch1
Normalmente, cuando escribo, y a menudo cuando realizo trabajos, sé adónde voy. No es el caso mientras escribo esto. Desde luego, tampoco era el caso en 2015, cuando decidí ir a Pieter, un espacio de danza de East Los Angeles, dos veces por semana durante un tiempo indefinido, impulsada por la siguiente tarea: aprendería los últimos movimientos físicos conocidos de una mujer muerta.
Aquellos movimientos ya se habían convertido en un espectáculo mundial, en propiedad pública. En enero de 2013, Elisa Lam, una joven chino-canadiense de 21 años que se encontraba de viaje por la costa oeste, desapareció en Los Angeles. Para localizarla, el LAPD (Los Angeles Police Department) hizo público un video de su último avistamiento conocido, captado por la cámara de seguridad de un ascensor. Seis días después, su cuerpo desnudo fue encontrado en el depósito de agua de la azotea del Cecil Hotel, una pensión de mala muerte del downtown de Los Angeles. Las imágenes se hicieron virales, irresistibles tanto por las misteriosas circunstancias de su muerte como por lo extraño de su movimiento documentado.
Entra y sale del ascensor aparentemente sin ningún propósito. Pulsa todos los botones seguidos. Se queda quieta, luego arremete salvajemente. Parece conmocionada. Se relaja. Se lleva ambas manos a las sienes y se pasa los dedos por el cabello. Hace gestos a alguien que puede o no estar allí.
Ver las imágenes resulta desconcertante y extrañamente cautivador. En cuanto empiezas a creer que entiendes lo que significan sus movimientos, la cosa cambia. Se resiste a la contención narrativa.
Eso no impidió que la gente intentara contenerla narrativamente. Miles de espectadores en línea volvieron a publicar el video, inventando teorías conspirativas: estaba poseída por fantasmas; perseguida y asesinada por delincuentes que vivían en el Cecil; esquizofrénica; drogada; sufriendo un brote psicótico. Ya en octubre de 2015, una iteración de Elisa apareció en la serie de Ryan Murphy American Horror Story: Hotel. Las revistas dedicadas a Hollywood informaron sobre historias de guionistas con acuerdos para desarrollar guiones inspirados en el metraje2. En 2021, Netflix estrenó la popularísima Crime Scene: The Vanishing at the Cecil Hotel [Escena del crimen: Desaparición en el Hotel Cecil], una serie documental de cuatro partes sobre crímenes reales. Abundó el clickbait.
Misterio, terror y procedimientos del crimen real —los géneros narrativos impuestos a la historia de Elisa— despliegan todos la misma estructura: el orden patriarcal, brevemente amenazado por un caos monstruoso, acaba siendo restablecido en última instancia. Solo se nos permite experimentar el placer visual y visceral del terror y el miedo porque prevalece el poder (normalmente en forma de héroe masculino: el detective, el médico, el policía o el exorcista). Es profundamente reaccionario.
La causa de la muerte de Elisa sigue sin esclarecerse. Carente de una resolución, el mundo sigue frenéticamente tratando de dotar de coherencia a su cuerpo mediante la narración de historias de género. En la actualidad, Listen Notes, un directorio de podcasts en línea, recoge más de 1900 episodios de podcasts sobre Elisa Lam en varios idiomas a lo largo y ancho del mundo3. Se ha convertido en la Elizabeth Short de nuestra generación, nuestra Dalia Negra, otra leyenda de una mujer que encuentra un final violento y enigmático en Los Angeles.
Cuando empecé a aprender los movimientos de la cámara de seguridad, realmente no sabía por qué lo estaba haciendo, salvo que tenía que haber otra forma de saber. A lo largo de ocho años, esta práctica evolucionó hasta convertirse en una serie de videos y obras de danza, Poem of E.L. (Poema de E. L.)4, que critica la maquinaria mediática capitalista y misógina que de forma tan completa explotó y digirió estas imágenes originales. De forma más poética y personal, sugiere que Elisa albergaba un conocimiento en su cuerpo, y que ese conocimiento, incluso aunque fuese incipiente, sigue siendo real e importante.
§
Más o menos cuando la historia de Elisa apareció en las noticias, nuestro gato Lou nos abandonó por una entrenadora personal que vivía a la vuelta de la esquina.
Nos enteramos de que Mandy era una personalidad muy conicida en el mundo del fitness, tanto por entrenar a famosos como por ser ella misma una especie de celebridad. Atleta dotada por naturaleza, de niña había sido gimnasta profesional, bailarina y bastonera de competición. De adulta, ganó competiciones internacionales de fisiculturismo y apareció en docenas de portadas de revistas. Entrenó a estrellas de cine y del porno y a idiotas de a pie como nosotros. No me extraña que Lou se fuera.
Mandy se sintió culpable por lo del gato y nos ofreció la tarifa que cobraba a amigos y familiares para entrenar con ella. Mi marido y yo pensamos: ¿por qué diablos no? Sería nuestra historia de Los Angeles.
Enseguida nos dimos cuenta de que Mandy era extraordinaria, una maestra en su campo. En plena treintena y después de mi primer hijo, había abandonado mi cuerpo a una lenta e inevitable caída, pero de repente me encontraba haciendo cosas de las que nunca había imaginado ser capaz.
El comienzo de cualquier disciplina física exigente invita a un reconocimiento espiritual más profundo. Tras la emoción inicial de la posibilidad, te encontrarás con tu profunda resistencia interna al cambio. Si lo superas, las viejas angustias sobre tu cuerpo saldrán a la superficie a medida que se vislumbren tus nuevos límites. Es una larga y desestabilizadora noche oscura del alma, pero, si sigues adelante, es posible transformarse, entrar en una nueva realidad física y psíquica.
Esa fue mi experiencia, en cualquier caso. Dudo que hubiera sido lo bastante valiente como para ocupar un espacio en el estudio, sola y coreografiando el movimiento, si no hubiese conocido a Mandy. Nos hicimos íntimas. Fue la primera persona que llegó al hospital cuando nació nuestro segundo hijo. Tenía llave de nuestra casa y venía todas las mañanas a tomar café y a acurrucarse con nuestros hijos.
También se convirtió en mi entrada a un Los Angeles que nunca habría conocido de otra forma: fines de semana en la piscina del Roosevelt Hotel y cenas en Craig’s; gente de la industria de cuyos puestos nunca has oído hablar, pero cuyo trabajo anónimo impulsa Hollywood; pequeños empresarios que mantienen guapa a la gente guapa con bronceados en spray, lencería y tratamientos faciales. El exuberante carisma de Mandy, su cuerpo grotescamente musculoso —la forma sobrenatural en que la cámara la adoraba— también atrajo a una alarmante colección de vampiros. Acosadores de todos los géneros y sexualidades. Mujeres clientes que intentaban ganar el sorteo de la serotonina en las redes sociales. Y, por supuesto, un desfile interminable de hombres que parecían querer poseerla sin conocerla realmente. A diferencia de muchas de las estrellas en ciernes con las que se había topado, Mandy se negaba a ser devorada. Este era su mundo, lo afrontaba con perspicacia sin volverse dura ni cínica, ni dejar que reprimiera su alegría y su fuerza genuinas.
En octubre de 2018, casi cuatro años después de que comenzara a ir al estudio para aprender el movimiento de Elisa, el cuerpo sin vida de Mandy fue encontrado en su bañera.
Los Altos, donde vivía, es uno de esos glamurosos edificios antiguos de Hollywood con letras de neón en el tejado y un vestíbulo ostentoso lleno de sillones de cuero oscuro y chimeneas de piedra tallada. Nos agolpamos allí conmocionados, esperando nerviosos a que los paramédicos bajaran su cuerpo.
Los investigadores de la oficina del forense dijeron que Mandy no parecía saber que iba a morir. Su casa estaba recién ordenada. Sin drogas ni parafernalia. Listas de tareas por hacer en su escritorio, bonitas velas encendidas. Estaba lista para el día siguiente. Nos aseguraron que todo apuntaba a una buena muerte —a falta de más detalles, esta tranquilidad apuntaba sombríamente a las muchas malas escenas de muerte que habían presenciado.
Pero Mandy solo tenía 42 años y era un espécimen físico perfecto, profesionalmente perfecto. Y, de algún modo improbable, se había ido. En las semanas de pesadilla que siguieron, personas de la vida de Mandy —amigos, amantes, clientes, vecinos— se encontraron, a menudo por primera vez. Ella nos había mantenido separados. ¿Acaso convertirse en una persona diferente en contextos diferentes le permitía gestionar la tensión entre su exagerado personaje público y su yo cotidiano?
Nuestra desorientada nueva comunidad vio con horror cómo su muerte saltaba a la prensa sensacionalista: TMZ, People, Daily Mail. Su condición de símbolo sexual del sector y el misterio de su cuerpo sin vida en una bañera dieron lugar a una historia vulgar y excitante.
Lo que enseguida nos pareció más urgente —incluso más que organizar su funeral— era influir en la prensa. Reunimos toda nuestra información. La autopsia inicial no reveló ninguna causa clara y nos aterrorizaba que hubiera sufrido una sobredosis. No porque fuera consumidora, sino porque no lo era, y daba la impresión de que, de repente, el fentanilo estaba por todas partes. En Los Altos se decía que otro residente había muerto por esta causa la semana anterior. En mi amplio círculo de padres de clase media y mediana edad, un padre había tomado recientemente en una fiesta lo que creía que era un Xanax y había sufrido una sobredosis.
Mandy arrastraba un dolor crónico debido a años de ejercicio físico extremo, y llevaba sola la carga de toda una vida de adversidades. Era muy fácil imaginar que alguien le había dado al azar un Vicodin de reserva que había conseguido en el lugar equivocado.
Pero todos sabíamos que esa no sería la historia si el informe toxicológico daba positivo. Hicimos llegar un comunicado a los tabloides para tratar de evitar los tópicos de “sobredosis habitual”. Hicimos hincapié en lo mucho que trabajaba, en las exigencias de su cuerpo, en sus hernias discales… intentando cambiar el subtexto de un estereotipo (drogadicta sexy) a otro (empresaria exhausta).
Todavía me arrepiento de nuestro pánico porque el informe toxicológico no encontró nada en su organismo, por supuesto. Ni drogas ni alcohol. Ningún suplemento. Una buena muerte. Un misterio.
Pienso en Mandy todos los días. La gente todavía me escribe para preguntarme: ¿sabes lo que pasó? Tengo mis teorías. Me las guardo para mí.
§
En 2021, la artista y curadora Jane O’Neill me pidió que actuara en la Other Places Art Fair (OPaF) en torno al tema de lo “parasocial”, término psicológico utilizado para describir las relaciones emocionales unilaterales que los miembros del público mantienen con las figuras públicas.
Inmediatamente pensé en mis Endurance Performance Propositions [Propuestas de rendimiento de resistencia], marcas de rendimiento que había comenzado en la escuela de posgrado, en las que vuelvo a interpretar un artefacto cultural bajo alguna condición de estrés (duración, repetición) para investigar cómo el cuerpo retiene y transmite la información cultural. Y pensé en Britney Spears en Instagram.
En 2019, tras un año de extraños silencios en las redes sociales —un año en el que, al parecer, se negó a trabajar y fue, como represalia, enviada por su padre a una institución mental5—, Britney se pasó todo el periodo de cuarentena publicando videos de sí misma bailando en las redes sociales.
Siempre aparece en su gigantesca sala de estar con un sujetador deportivo o un crop top y unos shorts cortos, actuando con entusiasmo para millones de personas pero sola, claramente reducida a ser su propia y torpemente amateur coreógrafa, cinematógrafa, bailarina, estilista y editora. Despojada del valor de producción que suele apuntalarla, tirando de su cuerpo envejecido, la manicurada princesa del pop se vuelve casi hilarantemente incoherente. Las principales publicaciones sacaron un artículo tras otro sobre lo extraños que parecían estos videos6.
Algunos espectadores los encontraron inquietantes a otro nivel, ya que veían el grito de auxilio de una mujer que había pasado más de una década rehén de una tutela que la convertía, a todos los efectos legales, en una niña.
La vida adulta de Britney puede leerse como una serie de castigos por no seguir siendo el personaje infantil que la hizo famosa: la Sexy Baby, virginal pero accesible eróticamente, no una niña pero aún no una mujer. Cuando se reveló que era una mujer de verdad —cuando rápidamente tuvo dos hijos con un cursi bailarín de apoyo, ganó peso, se afeitó la cabeza, estalló de ira ante la intrusión de los tabloides—, se la consideró incapaz de gestionar su propia vida. Su padre, que nunca antes se había ocupado de la carrera de su hija, parecía encantado de hacerse cargo de su caos, su cuerpo y, por supuesto, su dinero, del que gastó mucho para mantenerse en la condición de su tutor y a ella en la de incompetente7.
Bajo el nuevo régimen de su padre, Britney produjo éxitos, perdió peso, hizo giras y ganó millones. Pero algo cambió en su cuerpo. Britney había tenido un talento sobrenatural para moverse. Se había formado como bailarina y había participado en el campamento de gimnasia competitiva del entrenador olímpico Béla Károlyi8. Había sido una artista innegable, suelta y segura de sí misma al mismo tiempo que ejecutaba movimientos con fuerza. (Busquen “Britney Boys Dance Break Live” en YouTube. De nada).
Después de la tutela, cada vez se la veía peor sobre el escenario. No era solo que se tambaleara torpemente sobre sus tacones, marcando coreografías mucho más sencillas que las que solía hacer “a tope”. El cambio parecía interno. Antes habitaba cada centímetro de su cuerpo; ahora, su ser esencial parecía estar profundamente encerrado en sí misma.
En sus videos de Instagram, Britney resurge con fuerza. Se empuja a sí misma salvajemente, semidesnuda, con el pelo escapándose de la coleta, aparentemente impulsada por la necesidad de expresarse, intentando recuperar cierta medida de control sobre sus medios de producción.
Se podría pensar que el movimiento en sí sería más libre o más interesante. En cambio, incluso en sus momentos de mayor improvisación, el entrenamiento que Britney ha recibido a lo largo de su vida la ha restringido a una paleta coreográfica tristemente limitada. Gira compulsivamente, se revuelve el pelo, ilustra las letras de las canciones con gestos literales, posa y hace miradas sugerentes en constante contacto visual con la cámara.
Cuando ves el movimiento, es una cosa. Cuando haces el movimiento una y otra vez, como hice yo en múltiples representaciones de la coreografía de Britney, es diferente. Experimentas tanto las profundas exigencias técnicas de interpretar a una Sexy Baby como su ridiculez; te adentras en el recipiente en el que se le ha permitido moverse toda su vida y es diminuto. Es aleccionador. Puede hacernos reflexionar sobre nuestra propia formación, nuestros propios recipientes.
§
He de reconocer que parte de lo que me atrae de las imágenes de Elisa —parte de lo que creo que atrae a todo el mundo— es su falta de inhibición física. Es el polo opuesto a Britney. Elisa es captada por la cámara de seguridad, pero no sabe que está siendo observada. Se encuentra en la extrañeza del movimiento puro dirigido por instintos poco claros y en constante cambio.
A estas alturas de mi vida, en general, soy una persona muy controlada. Duermo, hago ejercicio y como alimentos sanos. Sé cuándo llamar a mi terapeuta. Solo me automedico con té negro, pero sé qué pedir cuando mis estrategias habituales no funcionan.
Por un lado, estas herramientas son estupendas porque no estoy muerta. Estoy aquí, generalmente incorrupta, como una madre, esposa, amiga, hija, profesora y artista estable.
Cuando ya estaba terminando Poem of E.L., revisé con lupa el Tumblr de Elisa, que sigue en línea, para separar sus propios escritos de los GIF y los reposts. Leer su propia voz me retrotrae a mí cuando tenía 21 años, con una inmediatez asombrosa (se describe a sí misma como “tan segura de mis opiniones y, sin embargo, tan crítica y consciente de mis propios defectos”). No parece una enferma mental, no más de lo que yo lo soy o lo era a esa edad. Sabe que es demasiado estridente, demasiado ruidosa, demasiado reacia a tener tacto (“tampoco modero el tono cuando conozco a alguien nuevo, así que solo…recibe demasiadas cosas a la vez”). Está descubriendo que muchos héroes son tontos o monstruos (“perdí todo el respeto por [Gandhi] después de leer cómo trataba a los africanos subsaharianos [sic]”). Está enfadada, cachonda, es muy observadora. Ansía que la vean.
A veces me pregunto qué se pierde en mi control. ¿Qué camino hacia la profundización se bloquea? ¿Adónde va a parar mi considerable rabia? Al intentar crear un terreno sólido para mis hijos en una época profundamente horrible de este mundo, ¿qué estoy evitando? En mi adolescencia y mi veintena, mis luchas a menudo paralizaban mi capacidad de trabajo. ¿Es eso lo que hace que mi autogestión sea valiosa? ¿Que ahora soy más “productiva”?
En cualquier caso, este es el compromiso que he asumido: una parte de mí que se pierde para siempre ante la necesidad de existir dentro de un recipiente seguro. Algunos llaman a este compromiso “madurez”. Soy ambivalente al respecto, pero rezo cada día para que mis hijos crucen con seguridad el Rubicón del cerebro que heredaron de mí para experimentar esa estabilidad.
§
A menudo tengo la sensación de que el verdadero trabajo de Poem of E.L. fue lo que nadie pudo ver: meses a solas, con la luz dorada entrando por las ventanas industriales de Pieter mientras repetía el movimiento de Elisa segundo a segundo, de la forma más precisa, cuidadosa y directa que podía, sin un objetivo final a la vista.
Mientras aprendía y repetía su movimiento, intentaba estar completamente presente. Esta noción de presencia, un ahora radicalmente elevado, es la base de muchas prácticas somáticas y escénicas: meditación, yoga, danza, música. Por eso veo los deportes: los atletas profesionales alcanzan un nivel de forma física tan superior que, extrañamente, el cuerpo deja de importar y se convierte en testigo de algo más: el espíritu plenamente presente en un cuerpo.
Un ejercicio en el que pienso todo el tiempo viene del mentor que me dirige, James Luse. Se llega a la presencia describiendo sensaciones físicas o emociones como si fueran imágenes situadas dentro de tu cuerpo. ¿Tienes un montón de chicle rosa flácido bajo el omóplato? ¿Tienes un cepillo de alambre eliminando lentamente el aceite quemado de la superficie interna de tu estómago? ¿Hay una cuenta azul vibrando en una cuerda en tu sien derecha?
James nos pedía que describiéramos la imagen con todo lujo de detalles y que, con el ojo de nuestra mente, nos acercáramos a ella, extendiéramos la mano y la atravesáramos. Nos decía que en cualquier momento la imagen podría cambiar y nos animaba a que continuásemos describiendo lo que veíamos mientras pasaba de una imagen a otra, de una sensación a otra.
Mientras estudiaba la grabación de seguridad, me preguntaba: ¿dónde se producían los cambios en el centro de gravedad? ¿Qué partes del cuerpo iniciaban cada gesto? ¿Qué imágenes se revelaban? Comencé a jugar con la dinámica, subiendo y bajando el “volumen” de esos descubrimientos. Empecé a encontrar movimiento debajo del movimiento.
Cada movimiento se convertía en el receptáculo de otro movimiento. Cada gesto, un mundo de otros gestos potenciales. A medida que excavaba, la repetición de la actuación se convertía en un ritual de otras formas en que las cosas podrían haber sido, deshaciendo la noción de que todo lo que Elisa hacía era solo un paso más hacia la inevitabilidad de su terrible muerte, elevando el potencial continuo de lo que ella era en cada momento, oponiéndose a la violencia de las narrativas impuestas.
Desde el principio supe que la pieza final de Poem of E.L. se llamaría Last Walk [Último paseo]. En una película surrealista especulativa rodada íntegramente en plano subjetivo (POV) , el espectador viajaría desde el ascensor hasta la azotea, pasando de forma asociativa por la memoria, el sueño, la realidad y la alucinación, estados del ser que existen simultáneamente, todos igual de reales. Aunque conocía la estructura de la película, las ideas concretas para las escenas se negaron a surgir hasta que entré en el estudio de danza, me hice presente y empecé a “caminar por el pasillo”. Moví mi cuerpo y las imágenes brotaron.
No trataba de resolver un misterio, sino de estar dentro de él, presente, honrando su caos, abierta a sus incomodidades, sus peligros, su dolor. Es una utopía extraña, pero es una utopía al fin y al cabo.
Esta ensayo se publicó originalmente en Carla número 36.