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Las ciudades son apuestas. Los Angeles, especialmente: un desierto difícil de hacer habitable, agradable o parecido a un oasis. En el sur de California, intervenimos, doblegando un paisaje inhóspito para someterlo a nuestro favor en un extraño proyecto colectivo. Estas intervenciones —formales e informales, exitosas y no— son visibles a nuestro alrededor, pero se funden fácilmente con el fondo del paisaje urbano. Edificamos, nivelamos, diseñamos y modificamos el terreno a nuestro antojo bajo la ilusión de que estamos almacenando agua con éxito, evitando el peligro del fuego, mitigando la constante amenaza de los terremotos o controlando la erosión del suelo.
Algunas intervenciones son pequeñas: todo lo que hacemos en nuestros propios hogares y jardines para improvisar sombras en los cálidos patios o proteger amorosamente una cosecha de cítricos de las plagas. Estas son adaptaciones menores: cosas que hacemos para hacer de un clima caluroso, desértico algo más habitable. Otras son monumentales en su escala. Las autopistas y las vías navegables son empresas colaborativas que requieren décadas de planificación, construcción y mantenimiento.
Cuando sea y donde sea, trabajamos en contra de las tendencias del paisaje, de forma inadvertida mostramos nuestras propias vulnerabilidades: cada intervención realizada sobre el paisaje se convierte en una señal física de un peligro al que estamos intentando burlar. Nuestras intervenciones han de ser atendidas, y el precio de su constante mantenimiento es alto. Laboriosamente, vertimos una enorme cantidad de tiempo, dinero y energía en mantener una opulenta apariencia de cómoda habitabilidad. Resulta fácil olvidar que lo que queremos —una ciudad de millones, un oasis urbano— entra en conflicto con lo que la tierra puede mantener de forma realista y segura, y que nuestras intervenciones pueden, y de hecho lo hacen, fallar. El empedrado lecho del río aún puede secarse, al tiempo que los acantilados y cañones —sobre los que cuelgan muchas de las casas más deseadas de la ciudad— necesitan ser apuntalados, cubiertos y asegurados, y aun así todavía pueden derrumbarse.
Mientras intentamos anticipar y negociar con la imprevisibilidad primaria de la tierra sobre la que hemos escogido erigir esta ciudad, algunas fuerzas consiguen evadir nuestras oberturas en busca de confort y seguridad. Las aceras se rompen, el cemento se dobla y la tierra sigue deslizándose. Puede que nuestros esfuerzos no logren evitar la devastación causada por un terremoto o un incendio. En cualquier caso, los brotes surgirán de la tierra agrietada y chamuscada en algún momento.
Este ensayo se publicó originalmente en Carla issue 21.