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El pasado junio, el ceramista Sharif Farrag instaló su primer estudio de cerámica privado en una antigua tostadora de café del Fashion District de Los Angeles, un espacio con energía eléctrica suficiente para hacer funcionar sus hornos, hambrientos de calor. Su estilo de trabajo es descarado y rápido, como equilibrar el peso de tantas bolsas de la compra como puedas en ambos brazos. A menudo adornadas con figuritas y trozos de piezas “fallidas”, las obras de Farrag no siempre están acabadas cuando salen del horno.
“Los ritmos de la arcilla me obligan a tomar decisiones. Es una receta perfecta para la improvisación, para sacar de mí cosas que no necesariamente entiendo; partes de mí a las que no tengo acceso todo el tiempo”.
“Si no cuido mi trabajo, sin querer lo reprimo. Si empiezo una pieza y luego no le presto atención, simplemente se seca. Pero nunca dejo que se eche a perder: rompo las partes frías y las quemo por separado. Y algún día acabarán en algo”.
“Mi vida transcurre al ritmo de la arcilla. Me enorgullece vivir una vida determinada por mi oficio. Soy feliz de dedicarme a un medio que me mantiene implicado todo el tiempo”.
Esta ensayo se publicó originalmente en Carla número 35.